Por qué la normalidad es tan difícil en España

Hay que asumir que a veces los pueblos enloquecen, hay que tener en cuenta a los oportunistas y los malvados, hay que soportar a los cínicos que dicen que todos somos culpables de lo que ocurre con el único objetivo de salvarse a sí mismos.

El candidato de ERC a la presidencia de la Generalitat, Pere Aragonès (d), atiende a los medios en presencia de la portavoz parlamentaria del partido, Marta Vilalta, tras reunirse con el equipo que negocia el pacto por la investidura. EFE/Toni Albir

Cuenta Joachim Fest, en un magnífico libro (Yo no. El rechazo del nazismo como actitud moral, 2006), que quizá la normalidad sea el empeño más difícil.  

A veces los pueblos enloquecen 

Siguiendo los consejos de nuestro autor, hay que librarse de la infección totalitaria, hay que admitir que la razón no suele imponerse a la sinrazón, hay que ser conscientes de que el individuo no siempre toma decisiones morales, hay que aceptar que frecuentemente los ciudadanos optan por lo peor al creer que es lo más conveniente, hay que contar con el silencio elocuente de quienes no se pronuncian por interés, vergüenza o miedo. 

Hay que asumir que a veces los pueblos enloquecen, hay que tener en cuenta a los oportunistas y los malvados, hay que soportar a los cínicos que dicen que todos somos culpables de lo que ocurre con el único objetivo de salvarse a sí mismos.  

A la búsqueda de la normalidad perdida   

Joachim Fest dijo: “todo el mundo decía que había que restablecer unas relaciones normales. Pero en cuanto preguntaba qué entendían bajo esta expresión, se ponía de manifiesto su carácter puramente formulario. Tampoco nadie sabía decir en qué medida eran válidas las antiguas reglas y los antiguos modales, ni qué sentido tenía restablecerlos”.  

Ante el desconcierto, habrá que desconfiar de las corrientes de opinión dominantes y en alza en cada momento, habrá que rechazar la impaciencia, habrá que apartarse de los políticos jactanciosos, habrá que alejarse de cualquier utopía que nos prometa un mundo feliz, habrá que rechazar sectas, recetas, profetas y pandilleros. 

Habrá que ponderar rigurosamente el presente para que no devenga un museo imaginario. Pero, nunca hay que renunciar a los principios y al futuro. Y, si es cierto que los sueños y los castillos en el aire están permitidos, también lo es –principio de realidad- que siempre hay que mantener los pies en el suelo.   

Yo no  

He aquí la lección moral que, en tiempos del nazismo, Johannes Fest –padre de Joachim Fest- transmite a sus hijos sacando a colación una cita en latín: Etiam si omnes, ergo non. Esto es, “aunque todos participen, yo no”. La dignidad. La responsabilidad. Ahí está el camino.  

Muchos de ustedes dirán que el libro de Joachim Fest –a fin de cuentas los recuerdos de un joven durante el nazismo- está, hoy, fuera de contexto. Quizá. Pero, la historia siempre nos enseña cosas. El “yo no” de  Johannes Fest, por ejemplo.   

También `yo no´ en España  

Si Johannes Fest viajará a España, diría “no”:   

· A la política entendida como espectáculo mediático –parole, parole, parole– que mercadea con imágenes gratificantes –igualitarismo, diversidad y “buenismo” a chorro: todo vale en la carrera hacia el poder- perfectamente diseñadas, empaquetadas y distribuidas.   

· Al tacticismo que fomenta las pasiones estomacales y transita entre el engaño y la irresponsabilidad por la vía de la promesa imposible de realizar y la dejación de funciones.  

· Al afán de redención y la supuesta superioridad moral de quienes desean construir un modelo de sociedad cerrada en donde lo colectivo trincha lo individual.   

· A quienes apelan una y otra vez –así se fomenta la discordia y el odio- a la trinchera de la Guerra Civil en beneficio propio

· A quienes practican el populismo que usa y abusa de la palabra, que convierte el adversario en enemigo, que desprecia la legalidad democrática, que cancela las instituciones democráticas, que fomenta la ilusión del paraíso, que doblega la crítica.  

· A quienes persiguen la ruptura del orden constitucional por la vía de la deslealtad institucional, el golpe a la democracia y la cancelación de facto de las instituciones democráticas.   

La estupidez contra la normalidad  

Yo no, también, a quienes impulsan una concepción grosera de la tolerancia que conduce al relativismo de derechos y deberes que desemboca en una estupidez -“la estupidez insiste siempre”, dice Albert Camus- que convierte al estúpido –necio, ignorante, vanidoso-  en un individuo incapaz de percibir su equivocación. Lo contrario es cierto: el estúpido acostumbra a exhibir la estupidez, se recrea en ella,  y sigue de forma obstinada su lógica. 

Esa estupidez que, en la línea de José Antonio Marina (La inteligencia fracasada, 2004), es la manifestación del fracaso de la inteligencia que toma cuerpo a través del  prejuicio, la superstición, el dogmatismo, el fanatismo, la envidia, los celos, el resentimiento, el odio, el silencio, la sumisión, el automatismo del discurso, el malentendido, la incapacidad de ser lo que uno es o la pérdida del sentido del límite.  

Una estupidez –generalmente adquirida o inducida desde el exterior- que hace que el individuo se blinde contra la crítica y los argumentos. Así se forja una sociedad fanática en que la ideología o la creencia –añadan las emociones y los sentimientos con sus filias y fobias- se imponen a la realidad y al Otro.   

Por todo eso –retomando el discurso de Joachim Fest-, la normalidad es una tarea tan difícil. En España, por ejemplo.