Zumbada de la posverdad

Pulseras que fallan y se llaman bulos, Merz frente a Sánchez, Brigitte frente a la posverdad y Mickey frente a Kimmel

Pulseras no es un estreno de Pixar, sino otra producción de la Moncloa: la misma factoría de ficción que escribió los 19 finales alternativos del Delcygate, el guion fantasma sobre expertos invisibles en pandemia –cancelado por baja audiencia— y, entre otras películas de sobremesa, Europa ama la amnistía. Ahora pretende convencernos de que todo lo publicado sobre los fallos en la protección de mujeres maltratadas es un bulo. Incluso cuando lo firma El País.

Conviene no confundir los datos extraviados durante la migración de un adjudicatario a otro —de Telefónica a la alianza Vodafone-Prosegur— con la eficiencia de los dispositivos. La memoria de la Fiscalía General del Estado recogió lo primero: casos en los que un juez o un fiscal reclamó información y la respuesta fue que se había perdido (en la nube, imagino). Después, esos datos se recuperaron.

Lo que realmente inquieta a los técnicos es otra cosa: la frecuencia con la que las nuevas pulseras emiten falsas alarmas o, peor aún, dejan de avisar cuando deberían. Esa torpeza tecnológica mina la confianza de las mujeres que sufren los fallos y, a la fecha de este artículo, sigue sin resolverse.

Los profesionales del centro de seguimiento trasladan con insistencia en reuniones y por escrito la situación al Ministerio de Igualdad, que dirige Ana Redondo, desde hace meses. Esta es la verdad: incómoda, exigente y contrastada.

Sin embargo, la ministra insiste: “Las pulseras han funcionado en todo momento, no juguemos con la seguridad de las mujeres. Se están vertiendo bulos y desinformación que las ponen en riesgo y no lo vamos a permitir”. La posverdad es así de dúctil: pero los fallos no son un bulo.

Este mismo fin de semana El País recogía testimonios de mujeres afectadas, y la jueza Esther Rojo confirmaba las deficiencias, en especial en la España vaciada. En las mismas páginas se leía incluso a maltratadores jactándose de que, si no ha pasado nada es porque ellos no han querido.

Pero en vez de afrontar el problema, Redondo prefiere refugiarse en el guion: lo que mata —dice— es el “negacionismo” de la violencia de género y “los pactos de la vergüenza” entre PP y Vox. Entre tanto, Pedro Sánchez estuvo tan ocupado en Gavà mitineando sobre el montón de años que gobernará, que no tuvo ni un minuto para solidarizarse con las víctimas de parejas violentas en todo el fin de semana.

Sánchez vs Merz

Las tertulias radiofónicas, antes de con las pulseras, se recrearon en contraponer a Sánchez con Friedrich Merz: lo voluble frente a lo sólido. Tanta conversación periodística atada al asunto me invita a cursar un simple acuse de recibo sobre el encuentro monclovita: no me veo capaz de mejorar lo expuesto por otros colegas.

En cambio, si me animo a enmendar a mis referentes ampliando su retahíla de contraposiciones. Quizá porque siempre observo la actualidad con el prisma económico, nunca pierdo de vista que Merz es hoy canciller porque su antecesor socialista anticipó elecciones tras ver cómo el Bundestag le tumbaba sus presupuestos generales… ¡una vez!

Las diferencias entre Sánchez y Merz respecto a Israel o sobre la solidez ideológica del alemán frente a los constantes cambios de criterio —“mentiras”, diría Carlos Alsina— del español desbordaron las comparaciones en las tertulias.

Pero conviene insistir en que Sánchez lleva sin presupuesto desde 2019 y que las probabilidades de un nuevo gatillazo parlamentario con las cuentas públicas son, esta semana, mayores que la anterior.

Brigitte vs Candace

En la misma era de la posverdad que domina Redondo, Brigitte Macron tendrá que demostrar que es mujer. Candace Owens —una conspiranoica fan de Donald Trump— lleva años empeñada en alimentar la trola de que la primera dama francesa nació siendo hombre.

El bulo no es nuevo: en España, otros fans de las mentiras con ganas de pantalla ya intentaron que la misma idea enraizara en la opinión pública sobre Sonsoles Espinosa y, después, sobre Begoña Gómez.

Mientras esa bazofia relativa a las parejas de José Luis Rodríguez Zapatero y Sánchez apenas cosechó indiferencia y desprecio, Brigitte y su marido, Emmanuel Macron, han tenido que demandar a Owens por difamación.

Los ecosistemas digitales han degenerado a tal ritmo y tan deprisa —siempre bajo el paraguas de un mal entendido derecho a la libertad de expresión, confundido con un supuesto derecho a difamar— que todo un presidente de Francia tendrá que probar que su esposa es una mujer para silenciar a una zumbada de la posverdad.

Mickey vs Kimmel

Mickey Mouse siempre tuvo la cintura elástica. En su primera película ya presumía de un contorneo pendular que, décadas después, hicieron suyo Karol G y Nicki Minaj. También el conde de Godó: como La Vanguardia, Disney ha desarrollado con los años una adaptación casi genética —una mutación— que le permite navegar siempre a favor, nunca a sotavento, del poder.

Tras años despidiendo (Gina Carano), escondiendo películas (La SirenitaBlancanievesMulán), regrabando esas mismas películas y destrozando sagas (Star WarsMarvel) para satisfacer las corrientes políticas llamadas woke (en vez de crear nuevas historias para unas audiencias con —afortunadamente— sensibilidades más amplias), va y cancela un ratito, aunque con el mismo desparpajo, a Jimmy Kimmel (uno de los numerosos David Broncano que pueblan la programación nocturna estadounidense) para no ofender a los del maga.

El lunes por la noche, Disney confirmó que Kimmel volverá a su programa: ¡menuda semana lleva el acetábulo de Mickey!

Los días sin late show en la ABC han bastado para que unos cuantos ilustres queden retratados. Y es que los mismos que amenazaron con el boicot si una lesbiana, entre otras decisiones, no dirigía una de las series más caras de la franquicia galáctica —porque Star Wars “es un nido de hombres blancos cis y gordofóbicos” (Leslye Headland dixit)— clamaron que privar al actor de su programa era un atentado contra la libertad de expresión.

Lo hacían sospechando, con razón, que Disney buscaba proteger su negocio de las represalias políticas del jefe maga, es decir, Trump. El jefe woke, es decir, Barack Obama, encabezó la campaña como si sus consejeros —o los de Joe Biden— no hubieran amenazado antes con “revisiones” de toda índole si, por ejemplo, La Sirenita no la interpretaba una actriz negra.

Allí, en la cuna del capitalismo, olvidan que más que woke o maga, Mickey es… capitalista. Y mientras el debate sobre la libertad de expresión se vuelve subjetivo —depende de a quién cancelen—, lo factual es que la libertad de empresa parece no aplicar en los EE. UU. del siglo XXI. O, como mucho, se disfruta a tiempo parcial.

Tips de supervivencia cultural

Con bastante retraso termino la temporada 3 de Big Boys. Soy groupie del británico Channel 4 por hacer todo lo contrario que Disney: aquí saben encontrar talento capaz de armar historias acompasadas a las sociedades actuales, en vez de triturar la infancia de los boomers.

Por eso la considero una de las pocas televisiones públicas justificables. Una cadena que, como TVE, reduce su estrategia de contenidos a rescatar de Telemadrid a amigas del director de informativos o a convencer a Gonzalo Miró para que dé calabazas profesionales a Susanna Griso, ni es televisión ni es pública.

El episodio final de Big Boys es una carta de su creador, Jack Rooke, a su amigo que ya no está. La serie mezcla comedia y traumas reales, pero sobre todo acerca el problema del suicidio a las audiencias jóvenes. Mantiene un tono optimista, aunque consciente del peso emotivo. Todo un ejercicio de empatía, creatividad y responsabilidad social.

También terminé otra vez —van muchas— Yo, Claudio. La diferencia con lecturas anteriores es que pude trazar mentalmente paralelismos con una de mis series de ciencia ficción favoritas, The Expanse. Y, atando cabos, resulta excitante comprobar cómo la creatividad encuentra mejores maneras de imaginar sociedades que las imposiciones políticas.

Yo, Claudio nos presenta a mujeres fuertes sin que ningún woke amenazara a Robert Graves con el ostracismo. Agripina y Livia se anticipan a personajes como Chrisjen Avasarala y encarnan habilidades que otros historiadores y guionistas atribuyeron siempre a hombres. Son manipuladoras, calculadoras y brutales cuando se trata de la supervivencia en el poder.

La última conclusión es que la historia —y las historias— se sostienen en figuras discretas, pero brillantes. El día que la intriga política discurra por esos mismos derroteros, habremos madurado como sociedad. En esa utopía, Ana Redondo sería una política de altura.

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