El día en que mataron al arquitecto del apartheid

Fallece Mandela, pero el pueblo sudafricano sabe que la obra de Verwoerd nunca volverá a aterrorizar a nadie

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Hay un nombre en la historia de Sudáfrica que difícilmente se podrá olvidar. Lo cierto es que la sociedad sudafricana ha intentado hacerlo, y, quizá, las nuevas generaciones no saben muy bien quien fue. Sería una buena noticia, porque los pueblos, para poder avanzar deben también saber olvidar. Sudáfrica lo necesita si quiere seguir mirando al futuro, aunque se deba saber qué pasó en cada momento de la historia. En España se hizo durante la transición, pese a que ahora algunas voces reprochan demasiados olvidos.

Ese nombre, en la noche en la que ha muerto Nelson Mandela, es el de Hendrik Verwoerd, el primer ministro sudafricano, nacido en Holanda, considerado el arquitecto del apartheid, el artífice de los bantustanes, los territorios para no blancos que se diseñaron para segregar a la población de color, con todas las tonalidades que podamos imaginar. Verwoerd es una parte de la historia, y no se puede borrar, pero con la muerte de Mandela el pueblo sudafricano sabe también que esa historia ha cambiado, que no se volverá al pasado.

Verwoerd fue asesinado el 6 de septiembre de 1966. Mandela estaba ya en prisión. Y la gran paradoja, lo que demostraba que Sudáfrica era un país desconsolado, roto, y donde reinaba lo peor que puede ofrecer la condición humana, es que su asesino fue tratado como un loco.

El apartheid

No hubo ninguna interpretación política, no se buscó una intencionalidad política, y el régimen pudo continuar. Pero su asesino era el reflejo de lo que había perpetrado Verwoerd.

Lo mató un hombre que no tenía país, que era negro, pero no del todo, que era blanco, pero mezclado. Lo mató un hombre que no tenía hogar, que no tenía amor. Lo mató Demitrios Tsafendas, hijo ilegítimo de un padre griego y de una madre africana.

Su pecado fue vivir en el lugar equivocado, y se convirtió en un paria, en un hombre que ningún país quería. Deambuló por África, embarcado en cargueros, en Canadá, en Portugal, en Sudáfrica, en Ciudad del Cabo, donde se había trasladado su padre, que inició una nueva vida, con hijos con una segunda mujer, dejando en la estacada a Tsafendas, que era demasiado negro para los blancos y demasiado blanco para los negros.

La obra de Mandela

Mandela rompió ese esquema demencial, que Verwoerd había planificado. El Premio Nobel de la Paz ha fallecido, sabiendo que Sudáfrica es ya otro país, aunque el trecho para homologarlo con los países plenamente democráticos no esté finalizado. La desigualdad ha sido muy grande, excesiva, inmoral.

La prueba es que nadie consideró que el asesinato de Verwoerd fuera una conspiración. Lo tomaron con un caso aislado. Tsafendas trabajaba de ujier en el Parlamento. Su cambio de ocupación era constante, no había manera de que pudiera conservar sus trabajos, y sus problemas con los pasaportes, –nunca acabó de tener el sudafricano con todas las de la ley–, por sus diferentes orígenes y permanencias, le obligaban a la fuga continua. Pero en aquel momento era un ujier.

El asesinato

Y aquel martes 6 de septiembre de 1966 Tsafendas acabó comprando un puñal. Lo tomaron por un pescador, y, sin más, regresó a la sala de espera de la conserjería. Tras comenzar la sesión en el Parlamento, a las dos de la tarde, y poco antes de que el primer ministro tomara asiento, Tsafendas se inclinó hacia adelante, y, pensando todos los asistentes, que el ujier le murmuraría un recado en el oído, el hombre sin patria le clavó el puñal hasta el fondo.

Lo redujeron, le pegaron, le rompieron la nariz, pero Verwoerd estaba muerto. Mandela seguía en la cárcel.

De una clase mejor

¿Por qué lo hizo? El escritor Henk Van Woerden reconstruyó esta historia triste, con las pertinentes reflexiones políticas, y con elementos de su propia biografía –holandés nacido en 1947, con adolescencia y juventud en Sudáfrica, para volver a Holanda en 1968—en el excelente libro El asesino (Mondadori, 2001).

Reducido, conducido a una unidad de psiquiatría, fue interrogado:

– “¿Podría decirme por qué lo hizo?”
-No estaba de acuerdo con sus leyes

En ese momento Tsafendas comenzó a llorar de forma desconsolada.

-“¿Por qué llora?”
-No lo sé.
-“¿Se siente satisfecho con lo que ha hecho?”
-Estoy contento de poder hablar con alguien como usted. Alguien de una clase mejor.

Van Woerden estremece con su relato, deja constancia de esa Sudáfrica que llevaba a hombres como Tsafendas a anularse ante alguien de “una clase mejor”.

Lo rescata muchos años después, en una clínica psiquiátrica. En la sala 12B. Tsafendas es un hombre roto. Loco, sí, en ese momento, con problemas durante toda su vida, claro. Pero un hombre esencialmente abandonado, ninguneado, maltratado.

Pero, ¿Cuál de los dos puede decirse que estaba más loco, Verwoerd o Tsafendas?, se pregunta el escritor holandés, que describe y analiza también de forma simultánea la Sudáfrica de finales de los ochenta y primera mitad de los noventa.

Mandela ha muerto. Pero la nueva Sudáfrica es su obra. Verwoerd es el oscuro pasado que no volverá. Y Tsafendas es un símbolo de aquella tragedia.

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