Las dos novelas de Alberto Olmos

Alberto Olmos publica ‘Irene y el aire’, no-ficción novelada en la que narra el embarazo de su pareja y el nacimiento de su hija

Alberto Olmos. Foto Sergio Loes.

Alberto Olmos. Foto Sergio Loes.

Que alguien te envíe su manuscrito para sondear tu opinión es lo último que quieres que ocurra. Normalmente, recibes un correo muy largo en el que el escritor –profesional o no- arranca el texto recordando la ocasión en la que compartisteis una cerveza o en la que charlasteis durante unos minutos en un congreso de literatura celebrado no-sé-dónde. A continuación, te cuenta lo que ya has intuido desde la primera línea, a saber: que ha terminado su novela y que le gustaría que le echaras un vistazo; y por último, comenta lo mucho que le gustó el último artículo que escribiste o el libro que publicaste hace ya algún tiempo. Para rematar la faena, adjunta un documento de Word que debes imprimir tú mismo. Una novela, por si no lo saben ustedes, equivale a un cartucho de tinta: 50 euros.

Que no se me entienda mal: recibir la petición de alguien para que leas el trabajo en el que ha invertido uno, dos o incluso tres años de su vida es un honor. Pero también un inconveniente. Y lo es por cuatro motivos: el tiempo que hay que invertir en la lectura de algo que no esperabas tener que leer; la necesidad de encontrar eufemismos para no decir –siempre que sea el caso- que la novela es un churro; el temor a equivocarte a la hora de valorar la calidad de la misma; y el miedo a perder a un amigo si tu diagnóstico es demasiado bajo y su orgullo demasiado alto.

‘Irene y el aire’

Todo esto viene a cuento de que, hace ya algunos años, Alberto Olmos me envió una versión de la novela que ahora publica: Irene y el aire (Seix Barral). Y la verdad es que no me gustó. Bueno, matizo: no me gustó en comparación con las que él mismo había escrito hasta el momento. No recuerdo los motivos exactos por los que quedé decepcionado, pero el caso es que le envié un correo -y después le llamé por teléfono- en el que yo daba muchas vueltas al asunto con la intención de disimular mi opinión sincera. Siempre me he considerado un buen mentiroso, incluso un mentiroso de primera, pero no debo de ser tan bueno, porque Olmos captó enseguida lo que ocultaban mis palabras y, tajante como sólo él sabe serlo, me dijo: ‘Vamos, que no te ha gustado nada’. Creo que no respondí, lo cual ya era toda una respuesta.

«Los escritores profesionales no necesitan que nadie les diga si su trabajo es bueno o malo; son absolutamente conscientes de cuándo aciertan y cuándo se equivocan»

Álvaro Colomer

Hace unas semanas, llegó a mis manos la edición ya publicada de Irene y el aire, y decidí no leerla. Todavía conservaba el rechazo que me provocó en su momento, así que la dejé sobre la mesa y me puse a otra cosa. Pero la novela estaba allí, en mi escritorio, y el ombligo que aparece en la portada parecía mirarme constantemente. Al final, la cogí y la leí. Y, mira por dónde, me pareció estupenda. No sólo estupenda, sino lo mejor que había leído de Alberto Olmos. Y me lo he leído todo.

Irene y el aire cuenta el embarazo de Eugenia, la pareja del autor, y el nacimiento de la hija que da título al libro. Tiene dos partes: los meses previos al alumbramiento y el alumbramiento en sí. La primera muestra el pasmo –creo que es una palabra exacta: pasmo- de Olmos ante la transformación del cuerpo de su novia y ante las reacciones de la gente con la que va tropezando; y la segunda refleja la estupefacción –ídem- ante el funcionamiento del sistema sanitario y ante la llegada al mundo de su descendiente. Las dos partes son, por decirlo también con la palabra exacta, magníficas. Un novelón. De los buenos.

Novelón de los buenos

Pero la lectura de un libro que ya había leído en el pasado me planteó una duda: ¿había cambiado mi opinión simplemente porque había retomado la lectura en otro contexto –en cuyo caso, mi trabajo como crítico no sólo era inútil, sino también absurdo- o era aquella novela una versión diferente a la que yo había leído?

Envié un correo a Olmos preguntándole si el texto publicado era el mismo que me envió en su momento, y por fortuna me dijo que no, que había introducido cambios, que se parecía pero no era idéntico, que había retocado el lenguaje. Un alivio, oigan. Lógicamente, el contenido no había variado, entre otras cosas porque, siendo una no-ficción, los hechos narrados se ajustaban a lo ocurrido, pero el continente había sufrido algunas mutaciones que, creo yo, mejoraban el texto.

Aun así, recuerdo perfectamente que, ya en la lectura de la primera versión, Olmos me dijo que no entendía cómo no podía haberme gustado su manuscrito y añadió que él estaba convencido de que era su mejor libro. Y eso sí que no lo puse en duda. Sé que los escritores profesionales no necesitan que nadie les diga si su trabajo es bueno o malo; son absolutamente conscientes de cuándo aciertan y cuándo se equivocan; si piden una opinión externa es porque quieren certificar aquello de lo que ya tienen conocimiento. De ahí que, desde entonces, cada vez que alguien me envía un manuscrito, me enfrente a la lectura con el convencimiento de que hay tantas verdades como estrellas en el firmamento.

Con todo, les doy un consejo: lean Irene y el aire. Es una estrella que brilla más que el resto.

a.
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