El objetivo de Javier De la Rosa: Cristóbal Martell

La aparición de una grabación entre el financiero y el pequeño Nicolás no es un percance gratuito. La guerra sucia que apadrinó el "empresario modelo" resurge de nuevo

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19 de octubre de 1994. 11 horas. Aquello sonaba a estampida. Una nube de policías y guardia civiles rodeaban a dos fornidos guardaespaldas (Javier y Ricardo), que a su vez arropaban a un aturullado y descamisado Javier de la Rosa.

Decenas de periodistas, micrófonos y cámaras le aguardaban al final de un largo pasillo que desembocaba en el juzgado de instrucción número 1 de Barcelona que presidia el magistrado Joaquín Aguirre.

Cuando irrumpió la comitiva en aquel corredor, la canallesca pasó al abordaje. Golpes, empujones, gritos, preguntas periodísticas histriónicas lanzadas al aire, y más golpes y zarandeos al paso acelerado de la comitiva.

Empresario «modelo» y «desencajado»

La cara de Javier de la Rosa, parecía desencajada. Abrumado, sofocado y sudoroso entró casi en volandas en el despacho del juez. Le esperaba su abogado, el reputado Joan Piqué Vidal, el no menos reputado teniente fiscal –entonces– del Tribunal Superior de Justicia de Cataluña, José María Mena, y un juez, Joaquín Aguirre, suficientemente joven en 1994 como para tomarse en serio aquel caso.

El magistrado había abierto unas diligencias recientes a partir de una denuncia anónima que relataba el saqueo de Grand Tibidabo por parte de Javier de la Rosa y su troupe. Un anónimo era lo que se estilaba entonces –y se sigue empleando– cuando alguien quiere que algo pase pero no tiene el descaro o el dinero suficiente como para dar la cara.

La fiscalía, pues, había incorporado su querella a las diligencias abiertas en aquel juzgado barcelonés situado en el antiguo edificio judicial del paseo de Lluís Companys.

Durísimo interrogatorio

A las 12 del mediodía del 19 de octubre del 1994 se inició el interrogatorio.

Dicen que Aguirre fue un juez impertinente. No había otra forma posible de encarar la declaración de un tipo poderoso, amenazante y peligroso como Javier de la Rosa.

La cosa se alargó. Juez y fiscal torpedearon al financiero modélico con preguntas incisivas sobre cuatro operaciones concretas: Lista 16, New Teknon-Mexans, CAI Fitinvest y la fusión entre corporación CNL y SA Tibidabo.

Mientras tanto, la prensa hacía cábalas en aquel pasillo atestado. Los profesionales de la información eran muy conscientes de que aquel era uno de los momentos más intensos de la crónica judicial de la historia española.

A JR ya le habían dejado caer

Dentro, Mena y Aguirre seguían preguntando al alimón con la displicencia necesaria. De la Rosa y Piqué, lanzaban balones fuera sabiéndose palmariamente abandonados por el stablishment que, no mucho antes, retiraba el paraguas a algunos magnates sobrevenidos que se aficionaron a jugar al juego de la Oca con el poder. A principios de los 90, De la Rosa y su amigo Mario Conde, dejaron de disfrutar del amparo de la corte. Y así les fue. 

Acabó la declaración. El fiscal, con su flema característica, pidió prisión incondicional y sin fianza para el financiero. Se le acusaba de falsedad, estafa y apropiación indebida. Aguirre fue lo suficientemente joven, irreverente e idealista, como para decretar su ingreso en la cárcel Modelo de Barcelona.

Descredito e intoxicación

La noticia corrió como la pólvora. El gabinete de prensa de Javier de la Rosa –en manos del mánager de Julio Iglesias, Alfredo Fraile–puso en marcha toda una maquinaria mediática (limpia y sucia) para desdibujar lo que en el despacho judicial se había construido y quedaba plasmado en el auto de ingreso en prisión. La mayoría de los intentos resultaron baldíos.

La bola ardiendo e in crescendo de la justicia bajaba la colina de aquel sumario arrasando inexorablemente cuantos árboles hubiera en su camino.

JR, tocado y hundido

Javier de la Rosa iba a dormir en la cárcel. Parecía imposible. Probablemente ni él mismo podía creérselo. Cuando acabó su declaración, el financiero extendió la mano en dirección a la del juez que le acababa de interrogar.

«Yo no estrecho la mano a un imputado«, respondió Aguirre tragando saliva pero sin moverse un milímetro de su posición de comandante de la instrucción. Por lo tanto, dueño de su futuro.

De la Rosa se sintió poco menos que muerto.

La prensa corrió de un lado para otro en busca de un vértice o una arista sugerente para explicar lo que acababa de suceder: la humillación de un estilo de vida y de una manera de hacer negocios frente a la justicia en forma de apisonadora definitiva cuándo se la libra de mordazas. Y en aquella época, y durante, eso sí, un breve espacio de tiempo, daba la impresión de haberse levantado la veda.

El enemigo era Mena

«Javier de la Rosa, a la cárcel«. Extraordinario. Insólito. Brutal.

A pesar de la humillación, al empresario modelo, ejemplo de «firmeza y de corresponsabilidad» con el país, según diría en varias ocasiones el entonces presidente de la Generalitat, Jordi Pujol, aún no estaba desarmado. Desde la cárcel, desde el despacho del bufete Piqué-Iberforo y desde la agencia de comunicación «A», se empezó a orquestar la sinfonía de la guerra sucia de descrédito e intoxicación, verdadera debilidad –no habilidad– del financiero.

El enemigo era José María Mena y, por supuesto, el juez Joaquín Aguirre.

Y empezó la campaña de desprestigio

A Mena le investigaron supuestos amoríos y supuestas cuentas poco trasparentes en bancos poco trasparentes. No hallaran nada. Al juez le hicieron un traje a medida. Hurgaron con ahínco en su vida personal, removieron en la biografía de sus padres, en sus relaciones familiares, matrimoniales, profesionales.

Detectives, abogados, periodistas y policías en nómina trabajaban para la trama del financiero.

Con la información en su poder, o tan sólo con los indicios, De la Rosa montó desde la cárcel un ejército de mensajeros y correveidiles que se encargaron de trasladar a su señoría velados mensajes, sibilinas amenazas, indubitadas advertencias.

Presiones crueles

Nunca hasta entonces un juez español había sufrido en sus carnes el poder putrefacto de una persona imputada –José María Mena les llama «los filibusteros» en su libro De profesión fiscal– que, gracias a su enorme potencia económica, no había sido desposeída de su capacidad para amedrentar y coaccionar, incluso con la imputación a cuestas.

Por aquellos días, dos periodistas amigos del juez lograron sacar de circulación un informe sobre cuestiones intimas de su señoría  –probablemente falsas, ideadas o, al menos, adulteradas– pero muy corrosivas.

Aguirre sólo ante el peligro

Aguirre se sintió solo. Estaba solo. Porque la fiscalía está, pero a veces no se la espera. Y en el peor de los momentos, trascurridos días desde el encarcelamiento de JR, una botella se descorchó en el juzgado de instrucción número 1 de Barcelona. La radio informaba de unas inequívocas y palmarias declaraciones del entonces presidente del Tribunal Superior de Justicia de Catalunya, el malogrado Guillermo Vidal: «El TSJC avala 100 por 100 la gestión del juez del caso Grand Tibidabo y apoya su línea de instrucción».

Fue una declaración escueta pero suficiente. De la Rosa, sus abogados y los defensores del resto de imputados que desfilaron aquellos días por el despacho del juez, supieron que el asunto iba en serio: los dossieres, las amenazas, la fotos robadas y los chantajes, de haber existido, llegaban tarde o iban a ser desactivados.

La foto del bocadillo

De la Rosa pasó largos meses en prisión preventiva. Comía bocadillos y bebía latas de Coca-Cola. Para nada la musaka y el pan de coca con tomate –sin molla– que le servían en el restaurante Casa José Luís, cercano a la avenida del Paralelo, donde siempre tenía una mesa reservada y donde acostumbraba a iniciar sus ágapes con dos vasos de tubo repletos de ginebra a palo seco, a título de aperitivo.

Era el estilo de Javier de la Rosa: una especie de guerra sucia de guerrillas basada en el miedo del prójimo y en su capacidad de aparentar. «Seré temido y, por lo tanto, respetado. No por lo que haré, sino por lo que creerán que puedo hacer».

La socialización de la porquería

Esa actitud, estando en la cresta de la ola, le resultaba efectiva. Pero ya no estaba sentado en su cómodo y lujoso sofá del exclusivo despacho de la avenida Diagonal con la aureola del siniestro Lucifer de Corazón de Ángel.

Vivía en una celda mugrienta, sobre un colchón añejo de espuma amarilla de los que se usaban en la no menos decrepita cárcel Modelo. Vivía con la chusma. Como la chusma. El fiscal Mena llamaba a los calabozos de los juzgados y a las celdas de la cárcel «la socialización de la mierda». Allí, entre porquería, entre la baja alcurnia habitaba el empresario modelo.

De la Rosa era un hombre sin galones y sin escrúpulos, humillado por el mismo sistema que le permitió funcionar durante un tiempo.

Demasiada inquina acumulada

Transcurridos 20 años e incontables vicisitudes, a De la Rosa sólo le queda el rencor y la servidumbre a un poder que, pese todo, fue benévolo. Y le queda intacta, además, su debilidad –que no habilidad–: la guerra sucia. Parece no haber aprendido la lección.

Sus supuestas palabras ‘robadas’ por el pequeño Nicolás, ya no le interesan a ningún poder del Estado. Como explicaba hace unos días Xavier Salvador en su artículo ¿Dice alguna verdad Javier de la Rosa?, la supuesta revelación que se presta a grabar es la misma que narraba desde hace años por los bares y coctelerías del Ensanche y la Diagonal de Barcelona a quien quisiera escucharle.

Recuerda su actitud al pobre Juan José Moreno Cuenca, alias El Vaquilla, delincuente, enfermo mental y afectado terminal por el VIH, que se fugaba de la cárcel y convocaba a la prensa para ser entrevistado. Era su forma de sentirse vivo. Murió solo y la noticia de su fallecimiento apenas ocupó media columna de algún diario.

El objetivo era Martell

Pero que nadie se lleve a engaño: De la Rosa y el pequeño Nicolás no se citaron a instancias del segundo para «abordar temas de corrupción en la política y las finanzas de Cataluña de relieve para la inteligencia del estado», como va diciendo el financiero estos días por ahí. Eso era solo un botín colateral.

Ambos se citaron para que en esa conversación que debía de ser grabada y estratégicamente administrada, apareciese un nombre, el del abogado Cristóbal Martell, antiguo defensor del financiero.

Ese letrado de apariencia endeble y gesto nervioso sabe mucho, demasiado, de mucha gente, desde hace demasiado tiempo. Lo sabe y lo sabe callar.

El abogado informado

Martell tiene la nariz puesta en el caso Nóos, en los ERE, en la defensa de los Núñez, de Messi, de las principales fortunas del país, de la cúpula del Partido Socialista, del expresidente Pujol y de su familia. Por lo tanto, Martell es depositario de secretos confesables y de otros que no lo son. El numerito de De la Rosa y del Pequeño Nicolás en realidad parece que sólo perseguía bajar los humos al letrado. La vida personal del abogado sale mal parada en dicha conversaciones –con afirmaciones gratuitas y torticeras– en lo que ha acabado derivando, además, en un ejercicio periodístico lamentable e indigno.

Martell es el hombre que sabe demasiado. A una determinada esfera del poder eso no le gusta. No hay que extrañarse, por tanto, de que en este país, de cuando en cuando, se abra la veda (que incluye la guerra sucia).

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