Las burbujas de Freixenet van al cielo

La bodega del Penedés vive un rebote de sus diferencias familiares y empresariales tras la muerte de Carmen Ferrer Sala

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Freixenet no está ante un escenario de ganadores y perdedores, pero sí de posible laminación de un negocio familiar que destila el principio liquidacionista con la letra del bolero Contigo aprendí. El amor, la lealtad y la amenaza vuelven siempre a su fuente original. Son los tres elementos del conflicto de la empresa familiar.

Se mueven especialmente en el momento de una pérdida, como la de Carmen Ferrar Sala, fallecida esta semana en Santander, dueña de un tercio del capital de Freixenet y que hoy genera lo que los consultores llaman la «paradoja de la personalidad heredada». Y, curiosamente, ocurre tres meses después de otra desaparición trascendental para el futuro de la compañía: la de su hermana, Pilar Ferrer Sala.

El legado en manos de José Luis Bonet Ferrer

Pilar Ferrer lo puso todo en manos de su hijo José Luis Bonet Ferrer, presidente de Freixenet, macho alfa del clan, por su representatividad social (preside la Cámara de Comercio de España y Fira Barcelona) y hombre marca de la economía española. Bonet y sus hermanos estaban dispuestos a vender el 29% de la empresa de cava heredada de su madre.

Pero el futuro de esta rama accionarial podría dispersarse después de haber ganado una lucha titánica entre David (El Penedés) y Goliat (La Champagne) para colocar los espumosos en el mercado alemán, un segmento comprador que, sin embargo, ha acabado desplomándose por la caída del consumo de la locomotora europea.

Detrás de la segunda generación late el pulso irregular de la tercera. Y también aquí a José Luis Bonet le puede llegar la dispersión de su patrimonio emocional como le ocurrió a Frederich Kosh, el gran pionero de la Texas petrolera. No sería el primero en tirar en saco roto el mito de la unidad consanguínea.

La caída de las exportaciones, el 75% del negocio de Freixenet, está en el vértice de una crisis que, mutatis mutandis, se parece a la de Reliance Corporation, la mayor distribuidora de la historia de la India, cuyo principal heredero vio la dispersión de sus activos cuando él se dedicaba a servir a su país en tareas institucionales de carácter público, como lo hace el mismo Bonet.

Se aplaza la venta de la bodega

Ahora, la muerte de Carmen Ferrer Sala incide en la misma herida y en otra tercera parte de la participación en la empresa de cavas. El 29% de Carmen sustentaba la presencia ejecutiva en Freixenet de su hijo Enrique Hevia Ferrer, vicepresidente y consejero delegado. Partidarios de vender, los Hevia Ferrer presentaron, no hace mucho, la oferta de compra de la empresa por parte de la alemana Henkell. Pero esta misma semana, la operación se ha frenado a causa de la muerte de Carmen Ferrer Sala, a los 98 años. Por esta razón, Freixenet no ha celebrado el consejo de administración en el que se iba a plantear la venta al grupo alemán.

Carmen Ferrer Sala era la única de los miembros de la segunda generación que había decidido transmitir en vida parte de sus acciones a sus cuatro hijos. Así, a diferencia de sus primos, los Bonet Ferrer y los Ferrer Noguer, los hermanos Hevia Ferrer hace años que son accionistas del grupo y que reclaman cambios en la empresa.

Ahora todo parece depender de Josep Ferrer Sala, el único hijo vivo del matrimonio fundador, pero con noventa años cumplidos desempeña la presidencia honorífica de Freixenet y esta despegado de la gestión. El presidente honorífico ha sido en su momento el responsable de la vistosidad internacional de Freixenet.

En mérito (no en facturación), Ferrer ha sido comparado con Cesare Mondavi, el pionero de la marca de vinos californianos, cuyos hijos, Robert y Peter, partieron en dos el negocio y empequeñecieron un emporio de aromas y efluvios nasales. Los Mondavi o los Gallo, también californianos, son ejemplos de que el liderazgo no sirve para evitar la acritud familiar que a menudo carcome a los negocios de sangre.

El desafío de las nuevas generaciones

«Los padres son los huesos con los que los hijos se afilan los dientes», escribió en sus memorias Peter Ustinov, trasunto del teatro isabelino de Shakespeare y cineasta irrepetible en los elegantes vagones del Transiberiano. La tercera generación no cuenta pero evoca, y su poder de llamada resulta a menudo la mecha de una explosión.

Los que todavía no salen en la foto: los nietos de Josep Ferrer Sala, los hijos de Bonet y de Hevia, los primos hermanos del cruce Ferrer-Bonet-Sala-Hevia no pueden tomar el mando; recuerdan algo a las docenas de Raventós-Blanc-Basagoiti-Negra que hay al otro lado del Paraíso, en las cavas Codorniu, enemigas irreconciliables de Freixenet. Pero al parecer, es la tercera generación, la de Montescos y Capuletos, la que guarda el as en la manga de una reconciliación obligada. Las guerras del cava catalán y sus tratados de paz tienen más años que la simiente o que el menesteroso méthode champenoise, con el que Freixenet elabora su Henri Abelé.

El principio de no trocear el legado, herencia de la tradición pairalista, tiene prisionero a Josep Ferrer. Y si su voluntad cuenta, conviene que se sepa a los cuatro vientos que él, el dueño del 42% del capital de Freixenet, no quiere vender la empresa. Sus hijos, los cuatro hermanos Ferrer Noguer, son su salvaguarda en contra de la entrada de un grupo extranjero en el capital. Cuentan con el plácet de la banca para igualar la oferta de Henkell y adquirir las acciones a los primos hermanos que quieran desinvertir. Las garantías en bienes raíces todavía imponen su ley. El veterano Josep Ferrer cumple la voluntad de sus hermanas fallecidas. Serán las burbujas del cielo; pero de momento lo que levantó la tierra no podrá ser demolido.

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