Casa Calvet para comer con Gaudí

C/ Casp, 48 www.casacalvet.es 93 412 40 12

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Para quien haya visitado Casa Calvet con relativa frecuencia, saber que el restaurante fue inaugurado en 1994 es una noticia. Para mi lo fue porque desde la primera comida –caigo en la cuenta de que no debió ser mucho después de su apertura– tuve la sensación de que estaba en un lugar muy antiguo. Y, claro, no era el restaurante, sino el local: la planta baja de un edificio que Antoni Gaudí construyó para la familia de un industrial textil originario de Vilassar de Mar (Barcelona).

Se trata de un espacio que respeta con fidelidad su aspecto original, de forma que los compartimentos en los que trabajaban los oficinistas y contables de la empresa son ahora pequeños reservados con capacidad para entre seis y 12 personas. La sala central, no muy grande, está ocupada por mesas suficientemente distanciadas y vestidas de forma clásica, casi lujosa.

Techos altos, madera abundante, con muebles de época o imitándolos, como los bancos de doble cara adosados a la pared, parecidos a los de los viejos compartimentos de tren. Sillones cómodos, con bracero, y lámparas de luz tenue sobre las mesas. Todo ello, junto a la suave música de jazz, confieren una atmósfera cálida.

El ambiente

Desde que Pilar Oyaga, la jefa de sala, y el cocinero Miquel Alija pusieron en marcha el negocio, este se convirtió en lugar de cita para comidas y cenas de trabajo. En sus mesas he visto a prácticamente todos los grandes empresarios catalanes. Desde Salvador Alemany, de Abertis, a Enric Crous, de Damm, pasando por el expresidente de Agbar y de La Caixa, Ricard Fornesa.

La lista sería interminable porque durante muchos años, Casa Calvet fue uno de los restaurantes elegidos por las empresas para sus encuentros con la prensa y para agasajar a sus invitados en un ambiente único con una cocina refinada.

Hoy, el panorama ha cambiado un poco. Primero porque las cuentas de las empresas evitan al máximo ese tipo de gastos –en mi última visita sólo había cinco mesas ocupadas– y luego porque el fenómeno turístico alcanza de lleno a una casa como ésta, donde ahora se oye bastante más inglés que antes. Desde el momento en que entras hasta que sales, estás en un museo dedicado a Gaudí. Hora y media de visita cultural con degustación gastronómica.

Los menús

La carta es relativamente corta y se complementa con seis menús, que oscilan entre los 70 euros del menú del chef –sin vino– y los 17 del infantil. A destacar los arroces y risottos, especialmente los de verduras y aves, así como el suquet de salmonetes con almejas y calamar.

El menú de mediodía, a 34 euros sin vino, es más que correcto y suficiente, permite conocer bien la cocina de la casa. Primero, segundo y postre a elegir entre tres ofertas. Comer a la carta sale por una media de 60 euros –los segundos platos se sitúan entre los 24 y 30 euros–, al margen del vino.

La carta de vinos es de alto nivel, como en los grandes restaurantes. Es tan amplia que casi requeriría un iPad para manejarse bien con ella. Está pensada para gente con conocimientos y afición. Solo les diré que en su capítulo de licores ofrece 17 marcas de whisky de malta y seis de ginebras. Para los amantes del aperitivo español, 16 posibilidades de finos, amontillados y manzanillas. Pedí un tinto Colors, de Cérvoles, a 26,10, frente a los 10 de la bodega, una carga excesiva.

No tienen cerveza de barril, por lo que ofrecen Moritz o Heineken de botella, no suficientemente fría. Y el café es El Magnífico, una buena marca correctamente servida.

El precio final está tan justificado, o más, por el envoltorio arquitectónico que por la cocina, pero no casa bien con el servicio. Los gritos de la cocina, en caso de que sean imprescindibles, no deberían oírse desde la sala. Y quizá habría que decirle al camarero que se abstenga de comentar los platos o que, si lo hace, procure que no parezca que recita a disgusto.

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