Indochine, la cocina azul

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La economía azul define la utilización de los medios naturales en los procesos productivos para hacerlos menos costosos y más sostenibles. La fuerza de la gravedad, la presión y los cambios de temperatura, que son los elementos más eficientes que usa la naturaleza para inducir las transformaciones que vemos a diario, pero a los que no prestamos demasiada atención, prisioneros como somos de una industrialización mucho más rápida, aunque muchísimo más cara y destructiva.

Algunos pueblos han mantenido hasta nuestros días una forma de cocinar en la que por razones distintas, como el medioambiente local o la escasa influencia cultural extranjera, aún sobreviven unas técnicas de conservación y elaboración de los alimentos en las que el fuego no es la primera fuerza. Ni siquiera la sal y el aceite, los viejos cancerberos de occidente.

En el sudeste asiático el empleo de los cítricos es uno de los sistemas más generalizados para guardar cualquier tipo de producto alimenticio. El frío artificial de las neveras ha llegado suficientemente tarde como para que no altere la cocina tradicional.

Ese es el tipo de culinaria que Ly Leap, un camboyano que lleva 26 años en Barcelona, trata de proteger en su Indochine, un rincón selvático en pleno Eixample barcelonés. La introducción a sus platos de fuerte presencia vegetal es una espectacular y exótica decoración que introduce de golpe al comensal en lo que va a encontrar.


 

Agua abundante, por las paredes y por el suelo, donde un riachuelo permite la vida a una fauna de carpas bien nutridas, plantas locales y tropicales, conforman un ambiente selvático. El local imita una zona selvática, con mesas incrustadas en el agua, y una zona central a imagen de una cabaña con sillas de respaldo. La clientela habitual es gente de la zona, parejas y hombres de negocios amantes de los contrastes. La ambientación está más pensada para visitas nocturnas que diurnas.

La cocina, a la vista, es espectacular, como los aseos, de un diseño vanguardista con elegantes fondos de pizarra.
Nunca he estado en Camboya y, por extraño que parezca, tampoco en Tailandia. Por eso no puedo discutir con quienes aseguran que el Indochine no tiene nada que ver con la cocina de esos países a los que pretende representar.

Aunque me temo que el astuto Ly no trata de ser una sucursal, sino que hace una propuesta propia en base a unos gustos que conoció en su juventud y que, después de pasar por distintos países, trajo a Barcelona. La base fundamental de su cocina son las verduras y hortalizas, una parte de las cuales cultiva en la terraza del edificio donde está su local.

Los productos del mar y las carnes que utiliza son como un pretexto para ofrecer al comensal un paseo por los aromas y sabores del huerto asiático. Nuestra sensibilidad –al menos, la mía- no está preparada para tanta sutileza, por lo que al final se pierde una parte del abanico gastronómico.

Quizá influye la presencia del picante, que tiende a laminar en un solo recuerdo todo lo probado. O quizá la fórmula del menú –el más sencillo tiene nueve platillos-, porque si la comida se hiciera en dos o tres platos es probable que hubiera menos reiteración de productos básicos y de condimentos, por lo que sería más fácil retenerlos.

El caso es que Indochine propone cuatro menús. El del mediodía -29 euros- y otros tres -39, 45 y 55 euros- que van incrementando la cantidad de degustaciones. Elegí el de 39, y me quedo con los langostinos en salsa agridulce sobre una hoja de magnolia calendada desde una vela inferior que da un aroma muy original al bocado. Junto al Reflejo de Luna en el Mekong es su plato estrella. El reflejo no me gustó demasiado porque el rábano oriental –el daikón- no me dice nada, y el adorno era demasiado picante para mi gusto.

El pollo, la ternera y el cerdo, como ocurre con los langostinos, están macerados en cítricos que los cuecen y conservan, pero que a la vez restan mucho sabor y, con frecuencia, textura porque tienden a endurecer. Es evidente que los productos que se eligen para este tipo de tratamientos no tienen por qué ser de primera calidad, pero digamos que eso no ayuda a resaltar su personalidad.

Tomé una cerveza embotellada Singha, la más internacional de Tailandia, algo tostada y sabrosa. Y, luego, un rosado a buen precio –Laus-, fresquito y agradable. La carta de vinos está bien construida, con predominio de los catalanes, aunque con presencia de todas las denominaciones, incluidas las más prestigiosas de Francia, de donde también tienen cinco champañas. Café Nespresso, bien servido. Unos 50 euros.

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