¿Alguien ha oído hablar del Estatuto del Directivo Público?

Tras más de quince años esperando y tras las experiencias exitosas de países vecinos como Portugal, el nuevo Real Decreto Ley es muy decepcionante

Mientras el debate público español gira entorno a la polémica de la amnistía y el caso Koldo, el pleno del Congreso dirime estos días el nuevo “Estatuto del directivo público”, en la convalidación del Real Decreto Ley 6/2023.

Después de décadas de inmovilismo, el Gobierno optó, hace unos meses, por reformar la función pública vía decreto ley, por “extraordinaria y urgente necesidad”. No porque existiera un riesgo nuclear si no se regulaba –no se ha hecho ninguna reforma sustantiva en este ámbito desde la liquidación de la Función Pública franquista en 1984– sino porque el propio Gobierno se había comprometido ante Bruselas a tenerlo listo para diciembre con tal de poder recibir 10.000 millones de euros de los fondos europeos.

El informe anual de la OCDE sobre gobernanza y finanzas públicas constata que España es, junto con Turquía, el único país en el que cambian entre el 95 y el 100% de los altos directivos públicos cuando se produce un cambio de gobierno: subsecretarios, secretarios generales; secretarios generales técnicos; directores generales; subdirectores generales; directivos de agencias, consorcios, empresas públicas…

Cada vez que se intentan generar nuevos contrapesos, como los reguladores y supervisores independientes (casi siempre por imposición exógena desde Bruselas), las cúpulas de todos los partidos batallan por el botín de los nombramientos de sus máximos responsables e intentan colocar a los suyos.

Una dirección pública profesional no debería ser sinónimo de una tecnocracia endogámica

Las ricas y dilatadas experiencias del mundo anglosajón o de los países escandinavos, así como la traslación de estos modelos a las administraciones públicas de factura continental como Bélgica o Portugal, ofrecen muestras evidentes de los beneficios de la dirección pública profesional, siguiendo los principios de mérito, capacidad, idoneidad, publicidad, transparencia, competencia profesional y libre concurrencia.

En 2007, el Ministerio, por aquel entonces dirigido por el socialista Jordi Sevilla, preparó un borrador de proyecto del Estatuto del Directivo Público, pero éste quedó sin materializarse cuando el ministro perdió el pulso contra Pedro Solbes. Ese borrador aún acumula polvo en algún cajón del ministerio.

Diez años después, en 2017, en un trabajo coordinado por la hoy Secretaria de Estado de Función Pública Clara Mapelli, se planteaba la necesidad de “vencer resistencias del estamento político, acostumbrado a una Administración sumamente politizada” y se criticaba el marco institucional que “ha generado amplias zonas de fricción entre la política y la Administración” y “un fenómeno de colonización política”. Así seguimos en 2024, cinco años después.

Un directivo trabajando. Foto: Freepik.
Foto: Freepik.

Tras más de quince años esperando un Estatuto del Directivo Público, y tras las experiencias exitosas de países vecinos como Portugal, el nuevo Real Decreto Ley es muy decepcionante. Más que el Estatuto del Directivo Público, el decreto ley regula lo que podríamos llamar el “Estatuto del Subdirector General”.

No se incluye en la reforma a subsecretarios; directores generales; o directores de entes públicos, empresas públicas y agencias estatales, que seguirán rigiéndose por el sistema de libre designación – léase dedazo del político de turno.

Esto significa que para todos estos cargos, seguirá sin existir un sistema de comprobación del mérito, capacidad e idoneidad de los candidatos; un marco claro de responsabilidades directivas y un sistema de evaluación por objetivos. Su cese seguirá siendo totalmente discrecional, ajeno a los resultados de la gestión.

Una dirección pública profesional no debería ser, tampoco, sinónimo de una tecnocracia endogámica, cerrada a los cuerpos funcionariales o a los cuadros de una determinada escuela de administración pública, sino una meritocracia abierta, capaz de atraer talento de la academia o del sector privado.

Si, en palabras de John Stuart Mill, “no hay acto que más imperiosamente exija ser cumplido bajo el peso de una gran responsabilidad personal, que la provisión de los destinos públicos”, debería preocuparnos, y mucho, que el nuevo “Estatuto del directivo público” no haya recibido ni un triste comentario por parte de la oposición o los grandes medios de comunicación.

Es incompatible tener instituciones de calidad con colonizarlas con centenares de directivos nombrados mediante sistemas de discrecionalidad partidista. La dirección pública española, seguirá poco profesionalizada… quince años después.

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