¿Es posible la concordia?
Hoy el espíritu de la Transición está en horas bajas, vapuleado por el olvido y la manipulación
Tantas veces invocada como maltratada, la concordia siempre exige sacrificios y cuidados, porque es frágil, muy frágil. Es tan fácil de romper como difícil es de reconstruir. Así lo atestigua la historia de nuestra nación. Hacer posible la concordia es todo un logro que bien mereció protagonizar el epitafio de uno de los padres de nuestra democracia, Adolfo Suárez. Sin embargo, hoy el espíritu de la Transición está en horas bajas, vapuleado por el olvido y la manipulación. Solo así se entiende que el actual presidente se enorgullezca de haber levantado un muro entre los españoles.
Y es que la discordia no suele surgir de manera espontánea. Suele ser una estrategia calculada, desalmada y peligrosa. Busca a través de la crispación el silenciamiento de la crítica. Busca esconder, bajo el manto de los bulos y los exabruptos, las deficiencias y las corruptelas. En este sentido, el actual gobierno socialista está teniendo cierto éxito en la implementación de su plan: ya ha conseguido que la polarización política sea, según el último sondeo de GAD3 para ABC, el segundo problema de los españoles.
Pedro Sánchez no ha inventado nada. Ya su padrino político, José Luis Rodríguez Zapatero, reclamaba más tensión a sus terminales mediáticas. Tampoco es algo exclusivo de España. Paradójicamente, nuestra izquierda suele hacer seguidismo de los peores inventos políticos de su tan odiado Estados Unidos. Y sabemos cómo acaba. Allí, la discusión pública se ha convertido en un campo minado. Lo woke frente a la reacción anti-woke; el progresismo militante frente al populismo nacionalista. Dos crímenes recientes no han hecho más que incrementar la división social. El lenguaje se ha desbordado, y la amenaza de la violencia se hace cada día más presente.
Aquella polarización también ha alimentado la nuestra. El asesinato de Charlie Kirk, al otro lado del Atlántico, ha incrementado los decibelios de nuestra conversación. En nuestro país, hemos visto cómo determinados opinadores de la izquierda son incapaces siquiera de condenar sin matices la violencia contra quien piensa distinto. Siempre está esa adversativa envenenada: “condeno, pero…”. Ese “pero” que convierte la condena en justificación. Y eso, además de miserable, es peligrosísimo. Porque cuando se enciende el fuego de la polarización, nos quemamos todos.
Las virtudes cívicas acaban convertidas en cenizas. Y, sin esa cultura del respeto, un simple golpe de viento se lleva por los aires la democracia. Esto lo saben perfectamente los enemigos de Occidente. De hecho, Rusia lleva años explotando nuestras grietas: promoviendo extremismos de izquierda y derecha, alentando separatismos como el procés catalán, sembrando desconfianza en las instituciones y desmoralización en la sociedad. Una estrategia que encuentra eco a través de los llamados “tontos útiles” que, por ingenuidad o fanatismo, colaboran con la ruptura.
Pero no culpemos hoy a actores externos. El principal problema está entre nosotros. Los mayores responsables de la discordia no son potencias extranjeras, sino gobiernos mediocres que, como escribíamos más arriba, hacen del enfrentamiento un salvavidas muy exclusivo. La estrategia es siempre la misma: fragmentar para no explicar. La propaganda aniquilando la gestión. Así ocurrió con el Brexit, con el procés y ahora con el muro sanchista. Gobernar a base de dividir, demonizar al adversario para cubrir la propia incompetencia. Una irresponsabilidad que erosiona la confianza y envenena la convivencia.
Con todo, la polarización no se estimula solo con la retórica, también con la realidad de la gestión pública. No hay discurso más polarizador que aquel que niega soluciones a los problemas reales de la ciudadanía. Una vivienda inalcanzable para los jóvenes, una inflación que castiga a los más humildes, una política migratoria negligente que transforma diversidad en fractura… todo ello son semillas de resentimiento y caldo de cultivo para discursos más radicales. Los gobernantes que, incapaces de proponer soluciones, deciden atizar el miedo, están sembrando ese odio que otros cosecharán con violencia.
Frente a esa deriva, lo que necesitamos es una cultura de la responsabilidad. Una política no al servicio de la ideología, sino del ciudadano. La concordia no se declara: se construye con hechos, con soluciones tangibles que eviten que el miedo y el odio guíen los designios del país. Las buenas políticas son imprescindibles para apagar los malos discursos. El miedo del populismo no se combate con miedo de signo contrario, sino con oportunidades que devuelvan confianza y dignidad a una población atrapada entre la inseguridad y la incertidumbre.
La pregunta es, por tanto, si seguimos dispuestos a la concordia. Si queremos defender la democracia con virtudes cívicas y políticas decentes o si preferimos la comodidad del odio, tan rentable para las minorías irresponsables. No será fácil. La concordia no es ingenuidad ni es buenismo. Es un acto valiente. Exige coraje para desarmar al adversario sin convertirlo en enemigo. Exige verdad frente a la propaganda, y responsabilidad frente a la demagogia. España, y el resto de Occidente, debe preguntarse si está dispuesta a asumir ese esfuerzo. Si no es así, la concordia dejará de ser posible.