La parábola de las sillas: una Europa débil, desunida y torpe

La división entre los Estados miembros de la Unión Europea amenaza la utilidad de unas medidas que requieren unanimidad

El presidente de Turquía, Recep Tayyip Erdogan (centro), junto al presidente del Consejo Europeo, Charles Michel, y la presidenta de la Comisión Europea, Ursula von der Leyen, antes de su reunión el 6 de abril de 2021 en Istambul | ESE/EPA/Archivo
El presidente de Turquía, Recep Tayyip Erdogan (centro), junto al presidente del Consejo Europeo, Charles Michel, y la presidenta de la Comisión Europea, Ursula von der Leyen, antes de su reunión el 6 de abril de 2021 en Istambul | ESE/EPA/Archivo

Ni la crisis de las vacunas, ni el retraso en el reparto de los fondos de recuperación… El asunto más comentado de la última semana entre quienes siguen a las instituciones europeas es el lamentable juego de sillas de Ankara.

El morbo del asunto –combustible de alto octanaje para Twitter y materia para horas de televisión– fue ese choque inesperado entre protocolo inclusivo y política exterior. Pero en su fondo yace una realidad más preocupante. El affaire simboliza el estado actual de la Unión Europea (UE), debilitada, dividida e incapaz de responder con firmeza a los desafíos de la época que vivimos.

Los achaques del proyecto europeo vienen de antes de la pandemia. Las secuelas que dejó la gestión de la crisis anterior, los titubeos ante el problema de la inmigración, el euroescepticismo populista que desembocó el brexit y la deriva autoritaria en Polonia y Hungría jalonan un lento declive que empezó, paradójicamente, cuando la Unión dio su gran salto adelante con los tratados de Maastricht, Niza y Lisboa.

La vocación de impulsar “una unión cada vez más estrecha entre los pueblos de Europa” se ha quedado en eso: en un deseo cumplido, como mucho, a medias.

La pandemia atacó al proyecto europeo con la misma intensidad que al resto del mundo. Tras el desconcierto inicial, parecía que las instituciones europeas iban a responder con decisión al embate sanitario y económico.

El Banco Central se esforzó en que el dinero no huyera ante el parón de la actividad; tras un difícil parto, el Consejo Europeo consiguió alumbrar el pasado mes de julio un paquete de medidas (revisión de Marco Financiero Plurianual y creación del fondo Next Generation EU) destinadas a mancomunar –o casi— la financiación de la recuperación. Y, para asegurar que ningún Estado miembro se quede atrás, se decidió agrupar la compra y distribución de vacunas.  

Del principio de austeridad impuesto por Alemania que tanto prolongó las tribulaciones de los PIGS hace una década (¿se acuerdan?: Portugal, Irlanda, Grecia, España), se pasó al de solidaridad –o casi— para salir juntos de los estragos del Covid.

El secreto está en la ejecución 

¿Renacía el espíritu fundacional de la Unión? La respuesta es que no. Lo que convierte una buena idea en una realidad es su ejecución. A la hora de materializar los planes puede más la división. La que se da entre los Estados miembros amenaza la utilidad de unas medidas que requieren unanimidad.

Es el caso de Alemania, donde una demanda ante la Corte Constitucional (presentada por el ultraderechista y euroescéptico Bernd Lucke) retrasa que el Bundestag ratifique, como deben hacer los restantes parlamentos, la liberación de 750.000 millones de euros, cuyos mayores beneficiarios son Italia y España.  

O la que existe entre las instituciones de la propia Unión. El episodio de Ankara no lo provocó Unión Europea. La responsabilidad recae de lleno sobre Recep Tayyip Erdogan, cuya versión de islamismo exige que ninguna mujer se siente frente a él en plano de igualdad. Sin embargo, desde el “¡ejem!” de Ursula von der Leyen, la gestión del desaguisado evidencia los achaques de la Unión.

Europa necesita encontrar su lugar

El equilibrio entre Comisión (el gobierno de la Unión) y el Consejo (la unión de los gobiernos) se convierte en tensión cuando quienes presiden esas instituciones –Von der Leyen y Charles Michel, respectivamente– no se hablan. Y tampoco, por lo que parece, lo hacen sus equipos.

Pero, sobre todo, lo que se evidencia es su debilidad política. La UE se nuestra inoperante a la hora de tratar con los matones autoritarios que gobiernan en su perímetro, como Erdogan o Putin.

Recuérdese el fiasco que supuso el último viaje de Josep Borrell a Moscú, que explica su apartamiento de la visita a Estambul. Y la complejidad de la gobernanza europea lleva a la esclerosis, cuando un personaje alemán de dudosa representatividad logra congelar el reparto de unos fondos que se necesitan desesperadamente.  

Pese a todo, cualquier alternativa a la Unión supondría una regresión fatal. Sin las cuatro libertades (libre circulación de mercancías, trabajadores, servicios y capitales), una Europa dividida acabaría relegada al papel de mero espectador que cambia aceleradamente y no necesariamente a mejor.  

Europa necesita encontrar su lugar. El problema es el liderazgo, algo que se notará con mayor intensidad cuando Angela Merkel abandone el escenario este otoño. Solo nos queda Mario Draghi, que ha dejado atrás su imagen de tecnócrata para asumir el manto de estadista.

 ¿Quién nos lo iba a decir?