La política de los farsantes

El separatismo y el sanchismo son solo dos de los muchos populismos tóxicos que hoy recorren el mundo entero

Las izquierdas de hoy parecen haber renunciado a resolver los problemas de sus tradicionales votantes. Prefieren la pancarta al proyecto, el ruido al acuerdo. Prefieren crispar antes que reformar. Como escribió Douglas Murray en el brillante ensayo La masa enfurecida (Península, 2020): “su deseo no es remediar, sino dividir; no aplacar, sino inflamar; no mitigar, sino incendiar”.

La lógica que aún late en el trasfondo de esta política es primordialmente marxista, pero con una mutación táctica: ya no se trata de la vieja lucha de clases. Ellos han ascendido —o aspiran— a la élite. Su guerra es otra: la de las identidades. Pero, ojo, esta es irresoluble y, por lo tanto, altamente peligrosa. Las cuestiones económicas pueden negociarse; lo que uno es, no.

Además, con ese afán de mantener abierto el conflicto, en vez de abrir espacios de encuentro y mejora, acaban devorando las causas que dicen defender. El feminismo, en su versión podemita, es un buen ejemplo. Optaron por teatralizar la indignación, pero desatendieron la técnica legislativa. El resultado: la liberación de violadores y agresores sexuales. Un desastre para la noble causa de la igualdad.

Lo mismo le ocurrió al nacionalismo catalán. Cataluña tenía ya uno de los mayores autogobiernos de Europa —España es el segundo país más descentralizado de la Unión Europea— pero decidieron inflar la mentira hasta el delirio, hasta el Espanya ens roba. El desenlace fue un proceso autolesivo que debilitó Cataluña más que reforzarla. Las empresas se fueron y la concordia no acaba de regresar.

Se suele culpar a las redes sociales de la polarización. Algo de responsabilidad tienen, sin duda, pero conviene recordar que mucho antes de Twitter ya existía la vieja tentación de la demagogia y del conflicto alimentado desde el poder. El separatismo y el sanchismo son solo dos de los muchos populismos tóxicos que hoy recorren el mundo entero. En este sentido, como en muchos otros, España no es diferente.

Se suele culpar a las redes sociales de la polarización

Sin embargo, aquí la capacidad para autodestruirse sí parece estar en un nivel superior. Veámoslo en la última de las causas que las izquierdas han decidido pervertir: Palestina. Y es que nada escapa al postureo moral de estos militantes del selfie. La instrumentalización llega hasta el electoralismo más burdo: campañas de autoboicot, flotillas en dirección a Mykonos y otros gestos que no alivian un ápice la tragedia de la población palestina.

Lo que sí genera esta competencia por adquirir la más elevada y falsa superioridad moral son daños para nuestra sociedad. Pensemos en Barcelona. El boicot a personas y empresas israelíes erosiona el tejido económico, cultural y deportivo de la ciudad, comprometiendo eventos internacionales como el Tour de Francia, el Mobile World Congress o la Smart City Expo. Consecuencia: castigo duro para Barcelona, beneficio cero para Palestina.

Esa solidaridad fake convierte el sufrimiento palestino en munición electoral, a costa de penalizar a una ciudad que podría ser un actor favorecedor del diálogo internacional en lugar de un teatro del resentimiento. Permítanme un último ejemplo de esta desfachatez. La pasada semana, una de las tripulantes más conocidas de la flotilla de Ada Colau negó en una entrevista las atrocidades cometidas por los terroristas de Hamàs. La aberración llegó lejos al afirmar que una de las mujeres secuestradas “ha salido diciendo que se había sentido fea porque no le habían hecho nada”. Lo dicho: no hay causa que no mancillen.

Frente a este panorama de izquierdas instaladas en la hipocresía y de cierta derecha “húngara”, que responde con una retórica simétrica y con igual desprecio por los principios de la democracia liberal, conviene leer a quienes, como Carlos Granés, aportan sensatez en medio de tanta estridencia. Su último libro, El rugido de nuestro tiempo (Taurus, 2025), recorre el camino del añorado Mario Vargas Llosa.

Este antropólogo de Bogotá nos advierte con precisión: “La cultura, que solía ser el campo y la experimentación del libertinaje, está ahora asediada por cuestionamientos morales. Y la política, que solía ser el campo de la responsabilidad y del compromiso moral, ahora tiene licencia para polarizar, dividir y sembrar el odio entre los ciudadanos”.

Y añade una lección que no deberíamos olvidar: “La falta de libertad siempre conduce a la decadencia, y el alardeo moral, a la farsa”.

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