Y la izquierda perdió a los jóvenes
Una política sin horizonte no puede enamorar a quien aún tiene mucho futuro por delante
“Si a los 20 años no eres de izquierdas, no tienes corazón; si a los 40 no eres de derechas, no tienes cabeza”, es una de esas frases atribuidas, sin prueba documental, a Winston Churchill. Aunque suele usarse por políticos más proclives al pensamiento liberal-conservador, la sentencia no deja de transmitir cierta supuesta superioridad moral de la izquierda. Como si la derecha no tuviera corazón.
Sin embargo, también asume que los jóvenes solo poseen ética de las convicciones y no ética de la responsabilidad. Se esconde ahí cierto desprecio paternalista hacia ellos: los considera frágiles, fácilmente manipulables, incapaces de juicio propio.
No obstante, hace ya tiempo que los jóvenes no se dejan arrastrar por la política sentimental de la izquierda. Y es que en los últimos lustros han comprobado que no progresan con quienes se hacen llamar progresistas. Hace tiempo que nos alcanzó el largo plazo de los keynesianos.
La mochila de la deuda ya es enorme y no permite avanzar. En su afán por prometerlo todo, la izquierda rompió el compromiso intergeneracional: aquella aspiración de los padres por dejar un mundo mejor a sus hijos.
Edmund Burke recordaba que ese contrato social, el que se firma entre generaciones, es fundamental. Uno de sus herederos intelectuales, el historiador británico Niall Ferguson, lo expresó con claridad en La gran degeneración (ed. Debate, 2013): “El mayor desafío que afrontan las democracias maduras es el de cómo restaurar el contrato social entre generaciones”.
Por eso añadía con ironía: “Si los jóvenes estadounidenses supieran lo que es bueno para ellos, todos serían fans de Paul Ryan”, político republicano que defendía con fiereza el rigor presupuestario.
Hoy la deuda pública dopa la economía española y expropia a los jóvenes su futuro. Pero si el endeudamiento es el grillete, la vivienda es el muro de la cárcel socialista. La izquierda se aferra al intervencionismo y convierte la regulación en dogma, convencida de que una maraña de normas y prohibiciones equivale a justicia social. El resultado es el empobrecimiento. Adiós a la propiedad. También lo advirtió Ferguson. Y algunos, incluso dentro de la izquierda, empiezan a entenderlo.
En el reciente e interesante ensayo Abundancia (ed. Capitán Swing, 2025), los izquierdistas Ezra Klein y Derek Thompson señalan cómo el dogmatismo ideológico de sus compañeros políticos ha provocado una escasez de vivienda asequible. Han logrado que, en su país, se viva peor. Pero no hace falta mirar a Estados Unidos: en Barcelona, políticas de Ada Colau y Jaume Collboni —como la reserva del 30 %— han paralizado la construcción y la rehabilitación. Aquí no hay quien viva.
«La izquierda, que antaño se presentaba como motor de cambio, se ha convertido en una simple administradora de agravios»
La escasez de vivienda no nace, por lo tanto, de la codicia de supuestos especuladores, sino de un laberinto normativo que bloquea promociones y expulsa a los jóvenes de su ciudad. Mientras los precios se disparan, los únicos beneficiados son quienes ya tienen propiedad. La izquierda, de este modo, se ha convertido en la guardiana del inmovilismo. Y si a eso le añadimos su concepto de educación pública de mínima exigencia y aprobado automático, la conclusión es clara: hoy la izquierda es el mayor enemigo del ascensor social. Es un tapón para los jóvenes.
Otras izquierdas, como las escandinavas, reaccionan con pragmatismo cuando algo no funciona. Aquí, en cambio, prefieren perseverar en el error, buscar culpables y no soluciones. Perdamos toda esperanza con ellos. No leerán el libro de Klein y Thompson, como tampoco atendieron a los avisos de pensadores progresistas como Mark Lilla, que alertaban de los riesgos de las políticas woke, de esas izquierdas postmarxistas que sustituyeron la lucha de clases por la lucha de identidades, fracturando la sociedad y negando la idea de bien común.
¿El resultado? La patria sustituida por tribus, la comunidad por colectivos, la ciudadanía por víctimas —reales o imaginarias— compitiendo por privilegios. El corazón se invoca, pero el patriotismo desaparece. Nadie cede por el otro. No construyen un “nosotros” integrador.
Y eso, precisamente, es lo que los jóvenes ya no compran. No les sirve la retórica sentimental de quienes les cierran las puertas del futuro. No quieren sermones morales, sino oportunidades reales. La izquierda, que antaño se presentaba como motor de cambio, se ha convertido en una simple administradora de agravios.
Perdió el pulso de la esperanza, y con él, perdió a los jóvenes. Porque una política sin horizonte no puede enamorar a quien aún tiene mucho futuro por delante. Así pues, demos a los jóvenes la bienvenida a la política del corazón con cabeza, a la política de la responsabilidad.