La “Operación blanqueo” de “Operación Triunfo” 

Lo más inquietante de la declaración de Inés Hernand no es que critique a quienes hablan de ETA “con ligereza”, sino lo que afirma de quienes orbitaban a su alrededor

Las palabras de Inés Hernand ante los concursantes de Operación Triunfo, asegurando que sobre ETA se habla “con ligereza” y que “la izquierda abertzale era pacifista”, no son una frivolidad más de un plató; son un síntoma. Y, sobre todo, son un riesgo evidente cuando se lanzan ante un grupo de jóvenes que no vivió los “años de plomo”, que no vio la “kale borroka”, que no oía por la noche el crujir de los cristales tras una bomba lapa. Jóvenes que, por simple falta de experiencia vital, pueden confundir revisionismo con información, blanqueamiento con pedagogía. 

El problema no es solo lo que se dice, sino dónde y ante quién se dice. En un programa seguido mayoritariamente por adolescentes y veinteañeros, la apelación a una supuesta “izquierda abertzale pacifista” tiene el efecto sedante de una pastilla de olvido. Es como si alguien explicara la Segunda Guerra Mundial como un desencuentro diplomático agrandado por malentendidos. ETA fue una organización terrorista. Mató a casi un millar de personas. Secuestró, extorsionó, silenció, señaló, persiguió y fracturó a toda una sociedad durante décadas. Y nada de eso puede suavizarse sin caer en una mentira profunda. 

Pero lo más inquietante de la declaración de Hernand no es que critique a quienes hablan de ETA “con ligereza”, sino lo que afirma de quienes orbitaban a su alrededor. En su defensa han salido raudos quienes aseguran que ni Aralar ni Eusko Alkartasuna, dentro del conglomerado de Bildu, empuñaron jamás un arma. Cierto. Pero no condenar una violencia sistemática de algunos de tus socios de siglas te aleja precisamente de ser pacifista; te convierte, como mínimo, en cómplice político de un silencio interesado.

Inés Hernand. Foto: Europa Press.
Inés Hernand. Foto: Europa Press.

Ambas fuerzas compartieron el mismo horizonte estratégico de ETA: el del “conflicto” entre un “Estado español represor” y un “pueblo vasco sometido”. El núcleo de la gran mentira que permitió justificar lo injustificable, envolver en épica lo que no era más que criminalidad política, y que llevó a centenares de jóvenes al fanatismo, la clandestinidad o la cárcel. Y, en consecuencia, a cientos de familias a tener que visitar a sus seres queridos en el cementerio. 

Esa narrativa —el frame del conflicto— no fue una cuestión retórica. Fue el combustible moral que empujó a muchos a integrar comandos, a dar cobijo, a mirar a otro lado, a jalear en los pueblos lo que en las casas se lloraba. Cuando parecía que, con el paso del tiempo, al menos había un consenso básico sobre lo evidente —que ETA fue mucho más que pistolas; que fue un entramado político, mediático y social diseñado para sostener la violencia—, aparece un discurso que pretende cuestionar de nuevo lo que estaba asentado. Y lo hace desde un plató, con cámara fija, con sonrisa amable y sin la menor intención de explicar el tamaño del agujero que dejó la organización en la sociedad española. 

Resulta especialmente grave porque quien habla es un rostro vinculado a RTVE, un organismo público cuya credibilidad debería estar por encima de cualquier ambigüedad. Es precisamente esa vinculación la que añade una capa de responsabilidad que no se puede eludir. La radiotelevisión pública no es un escenario neutro ni un espacio inocente, igual que los rostros y los profesionales que la representan.

Su valor reside en la confianza, en la percepción de imparcialidad, en la idea de que los contenidos que emite, o que, como en este caso, están vinculados, han pasado un filtro de rigor mínimo. Por eso sorprende —y alarma— que desde un espacio asociado al ente público se difundan tesis que, aunque envueltas en lenguaje amable, se deslizan por la pendiente del blanqueamiento. 

Y conviene subrayarlo: no es aceptable victimizarse después alegando campañas de acoso o persecución mediática cuando presentadores de la casa en activo lanzan mensajes de tal calibre. Las instituciones, especialmente las públicas, no viven de las intenciones, sino de los hechos. Y los hechos son que una presentadora ha difundido ante miles de jóvenes un relato distorsionado que contribuye a erosionar la memoria democrática, esa que no consiste en reabrir heridas, sino en evitar que se pudran. 

Quizá la pregunta final no sea por qué dijo lo que dijo, sino por qué nadie en el plató alzó la mano para contradecirla. ¿Miedo a llevar la contraria? ¿Desconocimiento absoluto? ¿Indiferencia? Todas las respuestas son preocupantes, pero ninguna tanto como la sensación de que hay quienes trabajan para que la historia reciente de este país pueda reescribirse bajo una luz más amable y blanqueada para los verdugos y más desdibujada para las víctimas. 

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