Cómo sería la relación de Felipe VI con Pablo Iglesias

Después del año de la disrupción y el cambio, Pablo Iglesias, estandarte de la nueva política, entraría en la lógica del poder teocrático del rey

Recibe nuestra newsletter diaria

O síguenos en nuestro  canal de Whatsapp

La ducha escocesa de la nueva política ha dado paso a un gobierno conservador apuntalado por la muleta de un socialismo sin liderazgo. No ha pasado nada, salvo que Ciudadanos se adocena delante de la derecha y el socialismo trata de agarrase a ella para recomponer el bipartidismo.

Queda un cabo suelto: Pablo Iglesias, cinco millones de votos, la inquietante disrupción que cada vez que habla con Felipe VI entra por la puerta de la provocación (como el regalo de Juego de Tronos) para acabar intercambiando con el monarca libros de reciente lectura. Es difícil epatar al hijo de Juan Carlos. La Casa Real ha sorteado todo tipo de pruebas; ha descontado elefantes, escopetas de caza, bonos al portador, señoras estupendas, yernos ensimismados y incluso la cárcel para uno de sus allegados.

No vendrá ahora un joven jefe de Podemos tratando de utilizar al monarca como lo hicieron los partisanos italianos con Amadeo, el último de Saboya. Para entrar con buen pie en Zarzuela hace falta colgar la trenca en la antesala. Delante de Felipe no sirven ni Laclau ni Lenin, dos estrategas que hablaron de levantar el discurso revolucionario desde las instituciones; no antes.

Las dudas sobre Iglesias

«Pues nos queda un problema», dice Felipe. «Si primero llega usted al poder y después lo doblega a su gusto, ¿quién nos garantiza la continuidad de la democracia? Y Pablo responde solemne aquello de «no me cuelguen lo que no digo». Sobre mi conciencia todo, sobre mis espaldas nada, dijo Bonaparte después de algunas guerra.

Ligero de equipaje, el hombre que pudo desempatar España pero que ha perdido probablemente el turno de la Historia, asegura que jamás ha tenido intención de dar un golpe de mano institucional en medio de la Europa del euro.

El ansiado reflejo de las monarquías escandinavas

España es un país que se estremece en los despachos. Cada vez que hay ronda real, Iglesias piensa en lo bueno que sería tener un rey de cartón piedra y acaba encontrándose con un señor con cara de estar pensando a contra corriente aquello de «no soy de izquierdas por lo que la izquierda me pueda quitar sino por lo que me quiera dar», que escribió Ortega.

En esto Felipe VI se parece a Mariano Rajoy: utiliza la perífrasis y prefiere discurrir en pasiva refleja que en presente de indicativo. El monarca es envolvente, aunque no tiene la conmiseración de su padre. Ha tenido la tentación de verse a sí mismo como un miembro de las familias reales de Suecia, Noruega o Dinamarca, que gozan de gran popularidad entre la población. Pero no ha caído. Algún día se ha sentido un Bernadotte, como el actual rey Carlos Gustavo XVI de Suecia, pero sin los escándalos de índole sentimental, porque al fin y al cabo Felipe se casó por amor y afrontó el enlace morganático.

Con Dinamarca no hay correlación posible tras mil años de linaje sobre los hombros de Margarita. En cambio, la pareja padre e hijo, de Harald V y Haakon de Noruega, es lo más parecido a los Borbones españoles; pero el norte está muy lejos de las piruetas que hubo que hacer en España para devolver la dignidad al trono después de la II República, una guerra civil y cuatro décadas de monarquía varara en Estoril. 

Un hipotético (y tenso) diálogo

Y es ahí, en la legitimidad del cargo, donde el diálogo entre Felipe e Iglesias se hace áspero. Especialmente en la intersección entre la jefatura del Estado y los contenciosos territorial y social. El choque entre legalidad y legitimidad marca la agenda. La dialéctica entre ambos conceptos define la democracia, porque en la equivalencia (si son lo mismo), cuando lo uno conculca a lo otro, al resultado se le llama dictadura.

«En este extremo, usted y yo estamos de acuerdo», le diría el monarca al líder izquierdoso en su hipotético diálogo entre el inviolable jefe de las Fuerzas Armadas y el primer ministro nacido de las urnas. Iglesias lo piensa tal cual y sin palabras: «¿De dónde ha salido la legitimidad de un cargo cuya legitimidad reside en su poder teocrático?»

¿Y si Iglesias llegara a la Moncloa?

No somos alemanes. Aquí la moral kantiana no está contenida por lo legal sino que más bien al contrario. Tampoco tendremos nunca a un David Cameron capaz de enfrentarse al destino de la unidad a toda costa sabiendo que ganará, aunque al final pierda. Si algún día Escocia llega a ser un Estado independiente, los escoceses seguirán visitando a su reina en Balmoral, la residencia de verano. El flamear de banderas, desde Canadá a la India pasando por Gibraltar, ha hecho de Reino Unido la metrópoli del mundo.

Si hubiese llegado a la Moncloa, por primera vez en medio de decenas de políticos demenciados, Iglesias se libraría a los juegos de salón con la coleta algo más recogida y una corbata al estilo David Bowie. Habría ganado por mayoría absoluta, como Felipe en el ’82 (aquel diciembre de Banca Catalana y Rumasa) y se dispondría a derrotar a golpe de decreto la desigualdad de los años de Rajoy.

Sus diferencias con Íñigo Errejón serían pasto de la tinta y el plumín. Los dos líderes de Podemos habrían aprendido que su guerra particular «es como la discusión entre Gallito y Belmonte, que al final perdieron ambos y que ganó la tauromaquia», como dijo Javier Aroca en el último sábado a la noche de la Sexta.

Los observadores certeros ganan siempre, aunque no estén ahí mismo como les recomendaba Capa a los cronistas de guerra. Felipe VI es la efigie. El rey vive eternamente por definición, en cambio, Pablo Iglesias se pasa las noches destruyendo la imagen que inventa de día. Sabe que el terciopelo ha de ser negro y entallado; las camisas no demasiado anchas pero sin pliegues y la hebilla del cinturón visible, como la llevaban los brigadistas del Jarama; y si hay pañuelo que sea hasta las rodillas.

Curiosamente, a Iglesias, un estilo a la medida de Baudelaire o Wilde (elegancia aparte) le pega más que el cárdigan de Arthur Koestler, el último apátrida de la Tercera Internacional. Es el toque situacionista de Podemos, su afición fatal a los abismos. Pero reinventar un nuevo cuento cada noche solo estuvo al alcance de la princesa Scheherazade. 

Recibe nuestra newsletter diaria

O síguenos en nuestro  canal de Whatsapp