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La Diada de este año, apenas unos días después de la grave ruptura institucional aprobada en el parlamento de Cataluña, no ha generado ningún nuevo elemento para el análisis. Nada que no se esperase. O quizás sí, quizás la constatación de que el independentismo tiene un severo hándicap: es fuerte y potente pero incapaz de sumar adeptos a su causa, y por lo tanto incapaz de construir una mayoría social suficiente.

Si las fuerzas que alientan el proceso secesionista esperaban una Diada que superase a las anteriores, que mostrara a los poderes del Estado el avance incontenible en las calles de sus partidarios, no lo han conseguido. Si son honestas, al menos en esto, reconocerán que esta Diada no ha roto moldes, no ha sido más masiva que las anteriores.

El independentismo es fuerte y potente pero incapaz de sumar adeptos a su causa

Han demostrado, es cierto, que mantienen un alto poder de convocatoria y una capacidad para la escenografía política sobresaliente, pero nada más. Han demostrado, también, que muchos dirigentes del soberanismo han pasado ya temerariamente toda línea roja, lo que les invalida para forzar una negociación con el Estado.

Ante las leyes aprobadas en el Parlament la semana pasada que suponían una clara ruptura con el orden constitucional vigente en España, también en Cataluña a su pesar, el Estado ha puesto en marcha toda la maquinaria jurídica y no va a estar, no puede estar, de brazos cruzados ante la flagrante transgresión de la legalidad. La Diada de ayer no acelerará ni retrasará esa dinámica.

Lo urgente es restablecer la vigencia constitucional. Y esta tarea nos llevará a enfrentamientos

Lo urgente, pero no desde ayer, sino desde hace ya unas semanas, es restablecer la vigencia constitucional. Y esta tarea nos llevará inevitablemente a enfrentamientos de calado, salvo que el Estado decidiera renunciar a que el imperio de la ley se extendiera a todos los territorios que abarca la Constitución española.

Frente a ese escenario, el soberanismo se presenta con sus seguidores muy movilizados pero sin razones legales ni nuevos aliados. No le asisten más razones legales que la de su propia voluntad y decisión en romper el consenso constitucional. Tampoco ha sabido granjearse nuevos socios para su proyecto: en Cataluña, el PdeCat está dividido y al borde de la marginalidad, como demostraron las recientes dimisiones en el Govern; los colectivos que apoyan a Colau, a Catalunya Sí que es Pot, a Podemos… están igualmente divididos pero no se adhieren al señuelo independentista. En España, el PSOE y C’s han cerrado filas junto con el gobierno, Podemos navega y el PNV dice, a veces, lo que al PDeCat le gusta oir, pero por decir algo mientras pactan con el PP.

Deberían aquellos que lideran la ruptura con España explicar con qué autoridad pretenden embarcar a una sociedad tan madura y avanzada como la catalana a un desafío tan revolucionario, cuando las encuestas obstinadamente no les dan más de 45% de apoyo a la independencia, cuando de las cuatro capitales de provincia sólo una, Girona, decide respaldar su enfrentamiento con el Estado; cuando no lo hacen ni Barcelona, ni Tarragona, ni Lleida, ni L’Hospitalet de Llobregat, ni Santa Coloma, ni Terrassa, ni Viladecans, ni Gavà…

El conflicto es inevitable y dependerá de muchos factores la mayor radicalidad que adopte. La línea que divide la política catalana ya no es entre derecha e izquierda, ni siquiera entre nacionalistas y no nacionalistas, sino entre institucionalistas y populistas, y este combate se anuncia largo.

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