El entretenimiento y la política de la representación

Es en el ámbito del cine y las series de televisión donde la izquierda gana por goleada. En este entorno de dominación napoleónica, las denominadas guerras culturales apenas dejan oxígeno para los partisanos

Pedro Sánchez y Begoña Gómez

El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, y su mujer, Begoña Gómez

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Uno de los ámbitos en los que la izquierda gana por goleada es en el del cine y las series de televisión. En Estados Unidos —tantas veces vibrante en su reivindicación de la libertad individual— aún es posible encontrar un director de primer nivel (Clint Eastwood) que se declare republicano; sin embargo, en España un exitoso cineasta de derechas constituye una especie en mayor riesgo de extinción que el lince ibérico.

Basta con asomarse a cualquier gala de premios para constatar que las reivindicaciones se alinean habitualmente con las que la izquierda mainstream demande en ese momento: la guerra de Irak, los desahucios, la sanidad pública o el “campo de nabos” que denunciaba Leticia Dólera en los Goya de hace un par de años.

En este entorno de dominación napoleónica, las denominadas guerras culturales apenas dejan oxígeno para los partisanos. Resulta paradójico: en un momento donde uno de los trending topics lo marca la diversidad (de sexo, de orientación sexual, de autoidentificación genérica, de raza, de religión), cuesta encontrar defensores de la diversidad ideológica de las historias. Como si una película o serie en forma de homilía fuera artísticamente mejor por el simple hecho de marcar los recuadros políticamente correctos.

Este patrullar las ficciones para asegurar la diversidad quizá ofrezca la gran trinchera cultural de la actualidad audiovisual. Parece que la palabra masculinidad siempre ha de ir acompañada del epíteto “tóxica”, se emplean simplismos sonrojantes como el test de Bechdel para calibrar la validez femenina de un film o se denuncia que el villano pertenezca a una minoría racial o religiosa. La asunción parte del espectador como un menor de edad, fácilmente manipulable, que no acertará a diferenciar los códigos de la ficción y los aplicará a la realidad.

En un momento donde uno de los trending topics lo marca la diversidad, cuesta encontrar defensores de la diversidad ideológica de las historias

Alberto N. García

Este pugilato entre universalismo y particularismo enfrenta, pues, a quienes reivindican la grandeza vicaria de las ficciones y los literalistas que politizan toda representación. La consecuencia del fervor de los segundos es que ahí yace uno de los pocos entornos en los que aún existe cierta resistencia, en una curiosa alianza entre la izquierda no-identitaria y el conservadurismo liberal: en torno a los límites de lo decible.

Se puede espigar una iniciativa sintomática que encapsula esta tendencia: hace unos meses surgió un colectivo, Ficcial, que se ofrecía como asesor para que los guionistas evitara promulgar estereotipos machistas o racistas en sus trabajos. La comedia, en especial, lo tiene crudo ante este neo-puritanismo.

No obstante, los pánicos morales también afectan a la derecha. El cartel de Patria, por ejemplo, generó polémica y llamadas al boicot semanas antes de su estreno —hasta el propio Fernando Aramburu lo criticó— por la equiparación visual que establecía entre una víctima a la que le acaban de volar la cabeza y un asesino etarra al que torturan en comisaría.

Polémico cartel de la serie Patria en la Plaza de Callao, en Madrid. Fuente: EFE

En un texto de 850 palabras resulta injusta –por falta de matices– cualquier generalización, pero no hay otra. También sería tendencioso extender la sinécdoque sobre la creciente producción de las plataformas españolas. Sobre todo, porque hay series que sí entran de lleno en algún flanco de las culture wars (la aclamada e inteligente Veneno, de Atresplayer, serviría como paradigma) mientras que en otras los asuntos ideológicos conforman un elemento de atrezzo (el anticapitalismo como mcguffin en la vibrante La casa de papel).

Esta última serie, ejemplo de fenómeno planetario, ilustra una de las particularidades que el ámbito del entretenimiento presenta y que, a pesar de la insistencia gramsciana sobre la hegemonía cultural, no conviene pasar por alto. Hay muchas series y películas que, básicamente, pretenden hacer pasar un buen rato al espectador.

Aventuras sin más pretensiones que la peripecia del héroe o comedias que se contentan con arrancar carcajadas de lo cotidiano, sin hacer mucho activismo ni sangre identitaria. Aunque predomine una tendencia ideológica, de todo hay, como en botica.

Hay series en España que sí entran de lleno en algún flanco de las culture wars, como la aclamada e inteligente Veneno

Alberto N. García

Para abrochar el texto es necesario una breve reflexión sobre los que van perdiendo. En el ámbito de la creación cultural la derecha liberal-conservadora y el humanismo cristiano lo tienen muy difícil, por su propia naturaleza. Abreviando: reivindicar reformas partiendo del statu quo resulta menos sugestivo dramáticamente hablando que incitar a la utopía de la revolución. Reflejar los conflictos de la familia tradicional sin derivar en una enmienda a la totalidad se antoja una tarea hercúlea para una serie que se pretenda high-concept.

La libertad del heroísmo cotidiano, las bondades de la redención o la necesidad de la comunidad palidecen ante películas que enarbolen críticas “sistémicas” y denuncien injusticias flagrantes y ambientes opresivos. Y, aun así, parece que, siguiendo a Scruton, la aspiración a preservar todo lo bueno y bello de la tradición cultural es la única trinchera desde la que podrán entablar batalla.


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