Montiel, un ‘slow food’ con cocina

C/ Flassaders, 19 www.restaurantmontiel.com 93-268-37-29

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La corriente slow food es muy heterogénea, hasta el punto de que aún no sabría decir si siempre va asociada al kilómetro 0. Creo que es así en la mayor parte de los casos, pero no acabo de aclararme porque en todos los restaurantes que exhiben el distintivo he encontrado productos que están a unos cuantos kilómetros de distancia, lo que no resta mérito, ni mucho menos; solo que me despista.

En Barcelona he visitado unos cuantos, y de algunos de ellos he hablado aquí, como Can Josep o Fastvinic, incluso Laburg, que se apunta a la misma tendencia desde la hamburguesa de calidad. Lo que tienen en común es el deseo de ofrecer alimentos poco tratados en el trayecto que va del campo o el mar hasta la mesa, con la mínima intermediación posible y con la bandera ecológica por delante.

Una de las consecuencias de ese empeño tiene que ser el coste, lo que a su vez ha de notarse por fuerza en la cuenta del comensal. Quizá este aspecto de la cuestión ayude a entender por qué entre los locales que se apuntan al slow food abundan los informales, los de mantenimiento más asequible.


 

Montiel rompe ese esquema. Hay que concluir que cuando su propietario y cocinero, Ferran Bofarull, eligió el emplazamiento de su restaurante en el Born, en la calle paralela a Montcada, donde está el Museu Picasso, tenía un proyecto claro y una clientela potencial bastante definida: turistas de posibles y paseantes nocturnos de la Barcelona antigua, con multitud de ofertas de copas en el entorno.

De hecho, esa ubicación en uno de los corazones de la Barcelona nocturna explica la extrema diversidad de los comentarios del local que se pueden encontrar en webs y blogs. Desde los entusiastas que han descubierto un rincón romántico hasta detractores radicales sorprendidos por los precios, y los extranjeros que elogian la delicadeza de sus platos. Para unos es un hallazgo, mientras que a otros les sorprende –para mal- el nivel de la casa en aquellas callejuelas.

En Montiel hay cocina, de hecho se subtitula a sí mismo como Espai gastronòmic. La pequeña entrada está flanqueada por una vitrina refrigerada en la que expone la compra recién traída del mercado, con más verde que carne o pescado. Encima del aparador, tres clases de pan de hogaza que estimulan el apetito nada más verlos. Es su tarjeta de presentación: ante todo, el producto.

El local es pequeño, con un altillo que duplica su capacidad, y está decorado con esmero, sin lujos, es acogedor. Algunas paredes con murales pintados, otras con la piedra vista que le da un toque de autenticidad y en las superficies lisas cuadros de artistas locales a la venta.

El servicio es muy amable; se le nota que está habituado a dar muchas explicaciones de su oferta. La carta no es muy larga; lo primero que presenta es un menú degustación, abundante, con la posibilidad de maridaje por 50 euros. Es una carta curiosa porque aunque incorpora productos como las cañaíllas a la sal o las sardinas marinadas -platos poco frecuentes en la ciudad-, su fuerte son las carnes, sobre todo el cochinillo.

Junto a la oferta fija, el camarero recita siempre algún producto que no aparece negro sobre blanco, que el chef ha encontrado en el mercado y le ha llamado la atención, y con los que apunta cuáles son sus gustos personales.
El otro día había traído tallarinas, pulpitos y atún rojo.

El camarero puso tanto interés en las novedades que me decanté por las coquinas, como les llaman en otros lugares a las tallarinas, y el atún, con un entrante de jamón ibérico –de imposible kilómetro 0- con un pan con tomate que tiraba de espaldas. Antes sirvió un aperitivo con el aire de los bistronòmics, pero casolà: aceite de oliva virgen del Empordà para untar los trocitos de pan, aceitunas arbequinas de LLeida, secallona de la Garrotxa y minisardinillas encurtidas.

No tiene cerveza de barril, así que para el aperitivo o Moritz –zaragozana- o Almogàver -artesanal de la tierra, suave y buena-, pero creo que no es la más adecuada para el mediodía. La oferta de vinos es sorprendente por la variedad y la calidad –y los precios, claro-; no es frecuente encontrar hasta cuatro posibilidades de Vega Sicilia en un restaurante de esas características. Me conformé con un Altún del 2008 que pagué a algo más del doble que en bodega. En total, 45 euros.

Economía Digital

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