La alergia fiscal 

Tres serían las razones fundamentales que explicarían la alergia fiscal o el repudio del impuesto

Una parte de la ciudadanía padece de alergia fiscal. Esto es, una sensibilidad extrema ante los impuestos. O lo que es lo mismo, el rechazo de los impuestos. El rechazo de la “justicia tributaria”. Tres serían las razones fundamentales que explicarían la alergia fiscal o el repudio del impuesto.

Malabarismos fiscales

En primer lugar, el ciudadano percibiría que la persona común y corriente difícilmente se escapa de Hacienda mientras que los demás –especialmente aquellos no cobran vía nómina y en consecuencia no son fáciles de controlar– pueden maniobrar con cierta facilidad y recurrir a una serie de lagunas fiscales o refugios fiscales –en definitiva, malabarismos fiscales– que posibilitarían que algunos ingresos se liberaran de la tributación fiscal.

Hay prioridades y prioridades

En segundo lugar, el ciudadano no comulgaría con las prioridades presupuestarias que los gobiernos acostumbran a establecer. Cosa frecuente en unos contribuyentes que no entienden o aceptan que los impuestos sirvan para financiar determinados proyectos o iniciativas –pongamos por caso la modernización militar o la energía sostenible– que consideran inconvenientes o superfluos en lugar de otros que creen que son convenientes y prioritarios como la desmasificación de la salud pública.

El nacionalismo catalán es el más listo del lugar

En tercer lugar, la alergia fiscal –sale a escena el enfoque autonómico– vendría de la discriminación de la que dicen ser víctimas algunas Autonomías. En eso, Cataluña está a la cabeza.

Desde hace décadas –de hecho, desde siempre–, el nacionalismo catalán advierte –datos grosso modo– que Cataluña tiene el 16% de la población total de España y aporta el 18% de los impuestos directos y el 24 % de los indirectos, cosa que supondría un 20 % más de la media de los ciudadanos del Estado. Finalmente, el nacionalismo catalán advierte que los ciudadanos catalanes reciben un 5 % menos que la media española. De ahí, el “Estado nos roba”. De ahí, el hecho de que un número indeterminado de catalanes se irriten cuando se trata de pagar impuestos –dicen– a España.

El nacionalismo catalán advierte que los ciudadanos catalanes reciben un 5 % menos que la media española

El doble problema del nacionalismo catalán: en primer lugar, hace mal las cuentas y cae en un victimismo y un egoísmo de libro; en segundo lugar, no entiende que los impuestos no los pagan los territorios, sino las personas. De este malentendido –añadan los intereses de Pedro Sánchez– surge la singularidad fiscal para Cataluña que reclama el nacionalismo catalán y un PSC que en poco se diferencia ya de Junts o ERC. Puestos a añadir, el victimismo fiscal ha sido un buen negocio para el nacionalismo catalán manirroto si tenemos en cuenta que el Estado que les roba les ha condonado una buena parte de la deuda.

Vale decir que el nacionalismo catalán es el más listo del lugar: Promueve la financiación singular de Cataluña –insolidaria e incluso obscena– al tiempo que exige la solidaridad fiscal de Madrid.

El impuesto no es una condena aunque puede ser un castigo

En un Estado del bienestar, el impuesto es un mecanismo de redistribución de la riqueza. Ahí está la educación pública y la sanidad pública. Así como las infraestructuras y la seguridad. Y muchas cosas/necesidades más que el Estado subvenciona.

También es cierto –aparece el castigo injusto si tenemos en cuenta que el contribuyente no ha cometido ningún delito al respecto– que el impuesto deviene un castigo cuando se grava en exceso las rentas de las clases medias o de los empresarios autónomos. Cierto es también que la alergia fiscal de la que hablábamos al inicio de estas líneas es el producto de una política impositiva que no satisface las necesidades del ciudadano que cada día tributa religiosamente, lo que le indica el Estado o la Autonomía o el Municipio.

Cuando se habla de satisfacer las necesidades de la ciudadanía, no se habla únicamente, por ejemplo, de construir una escuela o un ambulatorio o una vía férrea. Lo que se exige –por esto y para esto se imponen y recaudan los impuestos que el Estado demanda sin cesar– es que la educación pública sea de calidad, que la sanidad pública coja el teléfono y no te condene a esperar seis meses o más para una operación de cataratas, que los trenes no se estropeen semanalmente y sean puntuales.

No es demagogia. No es populismo. Tampoco se trata de la cultura de la queja. Tiene otro nombre: responsabilidad.

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