Decrecer no es conservar, es perder

Lo paradójico es que, pese a tanto “no se puede”, la economía catalana sigue resistiendo

Cataluña se ha especializado en boicotear sus propias oportunidades. El último ejemplo: el Agroparc Penedès —un proyecto de economía circular de la empresa Ametller Origen que combinaba agricultura, ganadería, agroindustria y generación de energía renovable— frenado para proteger a dos especies de águilas perdiceras que habitan la zona.

Antes fueron los parques eólicos en el Empordà, rechazados por su “impacto visual”; la eólica marina en el Golfo de Roses, tumbada por grupos de pescadores y ONGs; el macrocentro logístico de Barcelona, descartado por temor al tráfico; y la ampliación del aeropuerto de El Prat, paralizada por un humedal. Victorias para los grupos NIMBY. Derrotas para el empleo, la innovación y la competitividad.

Lo paradójico es que, pese a tanto “no se puede”, la economía catalana sigue resistiendo. En 2024 el PIB creció un 3,6% (frente al 3,2% de España). El producto interior bruto alcanzó los 316.728 millones de euros, con un PIB per cápita de 35.325 €, un 14% por encima de la media nacional. La inversión extranjera también dio señales de dinamismo: más de 1.051 millones de euros, que generaron casi 5.000 empleos nuevos.

Pero esta resiliencia tiene trampa. Cataluña apenas produce el 10,1% de su energía final con renovables, muy lejos de lo que exige la transición energética. Y aunque en 2024 la electricidad verde aumentó un 4,2% hasta representar el 21,6% del total, el dato sigue por debajo de la media española. La región conserva músculo industrial —el 15,5 % del PIB frente al 11,9% nacional— y la industria aporta un notable 20,7% del valor añadido bruto. Sin embargo, ese potencial se ve asfixiado por la parálisis inversora. A su vez, la contribución del sector industrial a la economía catalana ha disminuido con el tiempo: del 26,9 % del PIB en 2000 al 17,3% en 2024.

Cada veto no solo detiene un proyecto: también envía un mensaje al capital internacional. Invertir aquí es lento, incierto y caro. Y el capital, como el agua, fluye hacia donde encuentra menos obstáculos.

Cada veto no solo detiene un proyecto: también envía un mensaje al capital internacional

Lo más perverso es la ilusión de estabilidad. No crecer no significa quedarse igual: significa retroceder. El estancamiento erosiona la productividad, reduce las oportunidades y debilita la movilidad social. Las políticas que se defienden en nombre de la sostenibilidad terminan, irónicamente, impidiendo financiar la propia transición verde.

La alternativa pasa por adoptar una agenda de abundancia: desplegar renovables a gran escala, modernizar infraestructuras, ampliar el parque de vivienda, impulsar el agroalimentario tecnológico y abrir espacio a la innovación digital. No se trata de elegir entre medioambiente o crecimiento, sino de asumir que uno depende del otro.

Cataluña fue durante décadas sinónimo de modernidad e iniciativa. Hoy corre el riesgo de convertirse en un parque temático: atractiva para el turismo, irrelevante para la innovación. Si quiere evitar esa deriva, debe recuperar la ambición y dejar atrás el “no a todo”. Porque en el siglo XXI la verdadera utopía no es renunciar a crecer, sino crecer de un modo que progreso y sostenibilidad avancen juntos.

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