La rebelión fiscal de los jóvenes
El Instituto de Estudios Fiscales detecta que un tercio de los menores de 25 años no solo quiere bajar los impuestos, sino directamente eliminarlos
España es un país peculiar en materia fiscal. Mientras en la mayoría de países europeos la idea de subir impuestos provoca urticaria, aquí un 42% de los ciudadanos declara estar de acuerdo con pagar más si eso se traduce en mejores servicios públicos (Eurobarómetro 2025). La media en la UE es del 27%. Solo Suecia nos acompaña en ese entusiasmo. Pero tras esa aparente homogeneidad aparece una grieta generacional de enormes dimensiones: los jóvenes.
El Instituto de Estudios Fiscales detecta que un tercio de los menores de 25 años no solo quiere bajar los impuestos, sino directamente eliminarlos. Entre los menores de 40, un 30% comparte esa opinión. Es una cifra chocante en un país donde la cultura fiscal se ha sostenido siempre en el consenso socialdemócrata: más impuestos para más Estado. ¿Qué está ocurriendo?
El Observatorio sobre el reparto de los impuestos y las prestaciones entre los hogares españoles, elaborado anualmente por Fedea, ofrece una pista. Según sus cálculos, los hogares encabezados por jóvenes de entre 17 y 30 años pagan en impuestos el 37% de su renta y apenas reciben un 22% en prestaciones (monetarias y en especie). Su saldo neto es negativo en un 15%. Entre los 30 y 40 años, la situación se agrava: soportan una carga fiscal que llega al 40% de su renta bruta, la más alta de todas las cohortes. Por contraste, los mayores de 65 pagan de media en torno al 20% y reciben más del 50% de su renta en transferencias y servicios públicos. El resultado es un saldo neto positivo de más del 30% de la renta. En términos relativos, los jubilados reciben de media el 130% de lo que aportan al sistema.
El detalle es aún más revelador cuando se observa la descomposición de la renta: los jóvenes apenas reciben subsidios monetarios, mientras que los mayores cuentan con pensiones y ayudas específicas (como el subsidio para mayores de 52 años). Tras impuestos y cotizaciones, la renta disponible de los menores de 40 se reduce de forma drástica. Solo con la “renta extendida”, que incorpora la educación y la sanidad, se compensa parcialmente el desequilibrio, aunque sin borrar el hecho de que cualquier joven con un salario medio o incluso con el SMI paga más de lo que recibe.
En otras palabras: los jóvenes trabajan, pagan y apenas reciben. El contrato social intergeneracional —los jóvenes financian hoy pensiones y sanidad a cambio de tener mañana su turno— empieza a sonarles como una promesa vacía.
En otras palabras: los jóvenes trabajan, pagan y apenas reciben
No es una percepción infundada. El sistema de protección social está sesgado hacia los mayores. La Seguridad Social acumula un déficit contributivo crónico que solo se tapa con transferencias crecientes de impuestos generales. Cada euro destinado a sostener las pensiones es un euro menos disponible para educación, vivienda, políticas de empleo, ayudas familiares o inversión en innovación. Dicho de otro modo: el gasto presente de los jubilados erosiona la inversión futura de los jóvenes.
Por supuesto, es comprensible que los mayores defiendan el statu quo: menos de un 10% cree que se viviría mejor sin impuestos. Para ellos, el Estado es sinónimo de pensión y de sanidad, su principal fuente de ingresos y su mayor consumo. Pero esa misma evidencia explica la fractura: lo que para unos es garantía de bienestar, para otros es pura transferencia obligatoria sin contrapartida.
La cuestión es que España batió récord de recaudación en 2024, en parte por la inflación no corregida en el IRPF y por el aumento del empleo. Desde 2018, la caja pública ha ingresado 140.000 millones adicionales. Sin embargo, la percepción ciudadana es clara: pagamos más y recibimos peores servicios.
Algunos economistas confían en que, conforme envejezcan y empiecen a recibir prestaciones, los jóvenes cambien de opinión. Pero conviene no darlo por hecho. La precariedad laboral, los bajos salarios y las dificultades de emancipación generan una sensación de exclusión que puede cristalizar en un rechazo estructural al modelo redistributivo.
La pregunta es incómoda pero inevitable: ¿puede sobrevivir el Estado del bienestar si los jóvenes dejan de creer en él? La respuesta pasa por reequilibrar las cuentas entre generaciones: reducir cotizaciones sociales a los menores de 35 años, deflactar el IRPF para que no sea un impuesto encubierto a la inflación, ampliar las ayudas familiares y la oferta de vivienda, e invertir más en educación y políticas activas de empleo. Para salvar el Estado del bienestar, deberán salvarlo de su sesgo gerontocrático.