Desconfíen del pueblo   

La política es, sin duda, una de las actividades que hoy tienen  mala prensa entre los ciudadanos. La mayoría desconfía de la política y de los políticos. Los argumentos de esta desconfianza son suficientemente conocidos.  

Los políticos –ya se sabe- cambian con frecuencia de opinión, no cumplen lo que prometen, se alían o pactan con los adversarios con demasiada facilidad, con frecuencia demuestran un evidente oportunismo y un largo etcétera.  

La política –ya se sabe- es una suerte de juego más o menos limpio o más o menos sucio en que todo (golpes, empujones, mentiras, traiciones, etc.) parece valer. De todo ello –de la cosa y sus practicantes-, proviene el descrédito.  

La pregunta: ¿es justo ese descrédito que soportan los políticos y la política? La respuesta –reconociendo que hay unos casos particulares que avalan el descrédito como ocurre hoy- es negativa. Siendo esa la respuesta, surge otra pregunta: ¿por qué  la política y los políticos han perdido/pierden crédito ante los ciudadanos? La respuesta es la siguiente: eso sucede por dos causas. En primer lugar, por la falta de cultura política que hoy se percibe entre la ciudadanía. En segundo lugar, por la existencia de una concepción mítico-mágica de lo que es el hecho político que no cuadra con lo que realmente es la política. Dos respuestas –dos razones- que se acostumbran a presentar ligadas. Que remiten una a la otra.    

La falta de cultura política –o la percepción de una determinada falta de cultura política- se manifiesta en determinadas actitudes inmaduras políticamente hablando. Por ejemplo: en la desconfianza sistemática del sistema democrático; en los déficits de información y discusión que se traducen en un bajo índice de conocimiento político y también de participación política; en una suerte de fatalismo convencido de que sus opiniones y propuestas nunca llegan al gobierno.   

Una subcultura política estrechamente ligada a una concepción mítico-mágica del hecho político Una concepción que alimenta la subcultura política y le brinda falsos argumentos e ilusiones. Un ejemplo: la creencia de que unos buenos políticos y una buena política arreglarían el paro, la inflación, la distribución de la riqueza, la delincuencia la violencia callejera, la circulación automovilística y todo lo que se quiera añadir. La cuestión: la política no es ninguna actividad mágica y los políticos tampoco  son los magos de la tribu.  

«Que el pueblo salve al pueblo es la peor de las alternativas que se nos puede presentar.  Desconfíen del pueblo.  Y de quien lo patrocina para obtener réditos»

Ni magia ni magos. La política es una actividad limitada y los políticos son también unos seres limitados. Está doble limitación tiene su traducción práctica: lo que la política y los políticos pueden arreglar también tiene sus límites. No solo eso, porque para arreglar determinadas cosas la política y los políticos han de incurrir, a veces, en una serie de vicios que el ciudadano no suele entender. ¿Qué vicios? Algunos ya citados: cambio de opinión y alianzas e incumplimiento de algunos aspectos del programa. Se da el caso que, sin el concurso de algunos vicios, la política se paralizaría. La realidad obliga más de lo que parece. En cualquier caso, siempre hay que observar la legalidad constitucional, el Código penal y la decencia.      

La subcultura política y la concepción mítico-mágica de la política es lo que ha llevado al lema callejero tan popular de “El pueblo salva al pueblo”. Nada de nada. Populismo de bajo vuelo. Demagogia de todo a cien. El lema/consigna “El pueblo salva al pueblo”, además de romper con la democracia, abre el camino al autoritarismo y la dictadura. Ese grito, que pertenecería a la denominada democracia prescriptiva, fue el que abrió la autopista al fascismo de los años 20 y 30 del siglo XX.  

“El pueblo salva el pueblo” no consigue otra cosa que la ciudadanía menosprecie la democracia, la política y los políticos. Por ello, hay que rehuir esa tentación populista que recorre España. Un populismo que, además de escenificar la cínica apología de la buena gente –del pueblo, dicen-, se mueve en el escenario de una singular y perversa dialéctica desestabilizadora que cuestiona las instituciones al tiempo que inventa o magnifica la insatisfacción social y política a mayor gloria del oportunismo y el electoralismo.  

Que el pueblo salve al pueblo es la peor de las alternativas que se nos puede presentar.  Desconfíen del pueblo.  Y de quien lo patrocina para obtener réditos.   

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