“Genocidio” no es una manta que todo lo tapa 

Aunque las imágenes de Gaza conmueven por su brutalidad, buena parte de la opinión pública española percibe que el empeño de Sánchez por centrar la agenda política en esa cuestión internacional tiene mucho de maniobra de distracción

En la política española, pocas palabras han adquirido en los últimos tiempos una carga tan implacable como “genocidio”. El Gobierno de Pedro Sánchez y su entorno han convertido ese término en una especie de listón moral, una frontera semántica que todo demócrata debe superar para no ser automáticamente catalogado como cómplice del horror en Gaza

Se puede condenar la barbarie que el Gobierno de Benjamín Netanyahu está perpetrando sobre la población civil palestina; se puede exigir que pare la masacre de inocentes, pero, si no se utiliza la palabra exacta que marca Sánchez, si no se pronuncia el término “genocidio”, el riesgo es inmediato: ser señalado como un desalmado a quien no le importa la muerte de niños y familias indefensas. 

En el muro levantado para que la derecha no pase ni con la pértiga de Armand Duplantis, Sánchez ha encontrado una fórmula para tratar de reagrupar a buena parte de la izquierda huida tras los escándalos de corrupción que rodean a su familia y al PSOE.

«La fuerza del lenguaje simplista convierte la palabra “genocidio” en una especie de sentencia sin posibilidad de recurso»

Al imponer la etiqueta de “genocidio” como única forma legítima de condena, el Gobierno delimita el terreno de lo aceptable. Si alguien recuerda que Hamás es una organización terrorista que se escuda en la población palestina tras perpetrar una matanza deliberada en Israel, corre el riesgo de ser acusado de complicidad con el agresor. No importa que la guerra judeo-palestina lleve 70 años de complejidad histórica: la fuerza del lenguaje simplista convierte la palabra “genocidio” en una especie de sentencia sin posibilidad de recurso. 

Si Pedro Sánchez entiende que la izquierda puede volver a movilizarse como en otros tiempos lo hizo con el “no a la guerra”, es difícil de creer que no tratará de capitalizar ese ruido con fines electorales. Sin embargo, a corto plazo no lo puede hacer: las encuestas no le son favorables, diga lo que diga el CIS, y esperar dos años más y dejar pasar la oportunidad que le brinda el “genocidio” como bandera de mitin tampoco encaja en alguien tan calculador como él. 

Todo va tan rápido que, de la misma forma en que la guerra de Ucrania ha desaparecido de los informativos, desplazada por la tragedia de Gaza, no podemos descartar que en unos meses nos olvidemos de Palestina y estemos inmersos en un escenario de confrontación con un Putin que no para de poner a prueba a la OTAN. Y si a esto le añadimos el negro horizonte de problemas judiciales que se abre para Sánchez en su familia y en el partido, la situación palestina puede acabar perfectamente archivada en alguna de las baldas que ahora se olvidan cuidadosamente en la “nube”. 

«La política exterior no debería ser rehén de los intereses internos»

Alguien dirá, no sin razón, que posiblemente lo que mueve a Pedro Sánchez en su discurso del “genocidio” es una sensibilidad ética y una altura moral que todo líder debe demostrar cuando la situación lo exige. El problema es que ya tuvo antes la oportunidad de demostrarlo y la dejó pasar. Había que elegir entre ser presidente del Gobierno con el apoyo de quienes nunca han condenado más de 800 asesinatos en España o quedarse en la oposición. La palabra “condena” no se quiso exigir entonces, porque lo que estaba en juego era conseguir el poder; de la misma manera que ahora, para mantenerse en él, se exige la palabra “genocidio”. 

Al final, lo que queda es una sensación de cinismo. Mientras Sánchez y su gabinete levantan el dedo acusador contra quienes no pronuncian la palabra clave, callan frente a las contradicciones más graves de su propia política interna. La exigencia moral, selectiva y calculada, se convierte en un bumerán que acaba debilitando la autoridad de quien lo lanza. Porque el verdadero respeto a la dignidad humana no se mide por la utilización de un término, sino por la coherencia entre lo que se predica y lo que se practica. Y ya hemos visto este verano cómo se ha tratado a las víctimas del terrorismo de ETA. 

Y este contraste mina la credibilidad del discurso oficial. Aunque las imágenes de Gaza conmueven por su brutalidad, buena parte de la opinión pública española percibe que el empeño de Sánchez por centrar la agenda política en esa cuestión internacional tiene mucho de maniobra de distracción. La política exterior no debería ser rehén de los intereses internos. La tragedia del pueblo palestino merece una condena firme y una acción diplomática responsable, no un uso oportunista para reforzar una narrativa partidista. 

Es posible que Pedro Sánchez apueste todo su capital en proyectar una imagen internacional al más alto nivel. El problema es que todo el mundo conoce los problemas internos de España, fruto de la incapacidad para gestionar un gobierno bloqueado por sus propios socios. Así que querer liderar al mundo blandiendo la palabra “genocidio” acaba pareciendo lo que es: el uso político del dolor ajeno para tratar de arreglar problemas propios. 

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