Pensiones: la aritmética imposible 

El problema no es la supuesta falta de ingresos, sino el diseño de un sistema que promete más de lo que puede cumplir

“España tiene un nivel impositivo más bajo que la media europea y es perfectamente posible, sin que afecte a la gran mayoría de los ciudadanos, encontrar ámbitos donde pueda haber un esfuerzo adicional para financiar algo tan valioso y vertebrador como el sistema público de pensiones”. Con esta frase, el secretario de Estado de Seguridad Social, Borja Suárez Corujo, pretende despachar uno de los mayores dilemas de la política económica española. Como si la sostenibilidad de las pensiones fuera un problema de voluntad y no de aritmética. Como si bastara con pedir un sacrificio adicional —indoloro, casi invisible— para cuadrar unas cuentas que la demografía condena de antemano. 

Porque el verdadero obstáculo no es fiscal, sino demográfico. España afronta en apenas dos décadas el paso de 10 a 15,5 millones de pensionistas. La ratio de cotizantes por beneficiario se desplomará de 2,4 a apenas 1,45, según proyecciones de la Comisión Europea, y un tercio de la población superará los 65 años, con uno de cada ocho mayores de 80, según el Instituto Nacional de Estadística (INE). Un país que envejece tan rápido no puede seguir prometiendo prestaciones crecientes sin introducir mecanismos de ajuste. La negación de este hecho constituye la mayor irresponsabilidad de nuestra política social. 

Más aún cuando el sistema parte de un nivel extraordinariamente generoso. La tasa de sustitución bruta —el porcentaje del último salario que reemplaza la pensión— se sitúa en torno al 80%, veinte puntos por encima de la media de la OCDE. Y, a diferencia de los salarios, las pensiones están blindadas: se revalorizan automáticamente con el IPC, incluso en plena crisis inflacionaria. El contraste es sangrante: mientras los sueldos reales son hoy un 4,1% inferiores a los de 2021, las pensiones han crecido en términos reales (datos de la OCDE). Una redistribución al revés: ingresos protegidos para quienes ya se retiraron, incertidumbre y pérdida de poder adquisitivo para quienes aún sostienen el sistema. 

El desequilibrio no se limita a la renta. También alcanza al patrimonio y a las oportunidades vitales. España es el país de la OCDE en el que más ha caído la riqueza neta de los jóvenes en este siglo, con un descenso del 11%. La vivienda en propiedad entre treintañeros ha pasado del 80% en los años noventa al 60% actual. Al mismo tiempo, los jubilados disfrutan hoy de rentas disponibles prácticamente equiparables a las de los trabajadores jóvenes, algo que solo sucede en España, Luxemburgo, Italia y Noruega. La fractura generacional se expresa así en una paradoja inédita: los mayores no solo están protegidos frente a la inflación, sino que han alcanzado niveles de bienestar comparables o superiores a quienes se encuentran en edad laboral. 

Los mayores han alcanzado niveles de bienestar comparables o superiores a quienes se encuentran en edad laboral

Frente a este panorama, la respuesta política ha consistido en multiplicar las cargas sobre el empleo. El Mecanismo de Equidad Intergeneracional, el destope progresivo de bases y los recargos adicionales han convertido la nómina en la fuente casi exclusiva de financiación. El resultado es una cuña fiscal sobre el trabajo que ya alcanza el 40,6%, frente al 34,9% de media en la OCDE (informe Taxing Wages). Se penaliza el empleo, se encarece la contratación y se erosiona la competitividad de las empresas, todo para preservar un modelo que absorbe cerca de un tercio del esfuerzo laboral agregado… y que aun así se declara insuficiente. 

El problema, por tanto, no es la supuesta falta de ingresos, sino el diseño de un sistema que promete más de lo que puede cumplir. Y aquí surge la gran disyuntiva: o se asumen reformas estructurales o se seguirá improvisando con parches fiscales que comprometen el futuro de quienes hoy trabajan. Las reformas posibles son conocidas: retrasar la edad efectiva de jubilación, permitir la plena compatibilidad entre pensión y empleo, vincular las prestaciones a  la esperanza de vida mediante mecanismos automáticos, diversificar la base de financiación y, sobre todo, abrir un pilar complementario de ahorro colectivo que reduzca la dependencia exclusiva del sistema de reparto. 

Nada de esto es políticamente cómodo, pero fingir que basta con “un esfuerzo adicional” es un autoengaño que erosiona la confianza intergeneracional. La cuestión no es si habrá que repartir los costes del envejecimiento, sino cómo hacerlo sin condenar a los jóvenes a financiar indefinidamente derechos crecientes para otros mientras sus propios salarios, patrimonios y oportunidades retroceden. 

El discurso oficial insiste en que las pensiones son el gran pilar vertebrador de la cohesión social. Pero un pilar que se sostiene sobre una transferencia masiva y asimétrica entre generaciones no es cohesión: es fractura diferida. La aritmética es clara y la política puede seguir ignorándola, pero la demografía no negocia. 

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