La ‘provocación’ de Colau en la Diada

La alcaldesa de Barcelona, candidata 'in péctore' a la presidencia catalana de la izquierda independentista, acudirá por primera vez a la gran manifestación convocada por el soberanismo

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Ya no frecuenta las aceras de los manteros, pero este domingo vuelve a la calle para levitar en la Diada. Proclamará un futuro legítimo que se aleja, como la utopía de Galeano. Da lecciones republicanas a quienes no doblaron la cerviz ante la autoridad cuando ella llevaba calcetines y, como solución al caos, les pide a sus vecinos que se delaten unos a otros para frenar la avalancha turística de una ciudad sin modelo.

Aunque su capital no pertenece a la Associació de Municipis per la Independencia (AMI), ella acudió el pasado viernes a Sant Boi, memoria de la Diada del 76, aunque no físicamente, sino a través del líder de Podemos, Dante Fachín, consciente de que se integrará en su movimiento–«que la prudència no ens faci traïdors«– festival de la Esquerra de Junqueras en la que se marginó al soberanismo de camisa y corbata (Convergència), a cambio de arrastrar para la causa al mundo de Podemos.

En esta Diada pentacompartida, Ada Colau desfilará en Barcelona. Ha evitado hacerlo en Salt, la localidad convertida en símbolo de solidaridad y acogida, que llevará asociada el valor de solidaridad. Y también ha sorteado la sensación de periplo geográfico como se espera de una candidata in péctore a la presidencia catalana de la izquierda independentista. Ella salta al ruedo contra la España «irreformable de Rajoy», el percebeiro de Ribadumia, caminante da pedra, dispuesto a enterrar al Estado plurinacional en el subsuelo de Mondoñedo. Y dibuja en el horizonte un nuevo tripartito para gobernar Cataluña.

La Barcelona de Colau

La Barcelona de Colau, la del caballero cervantino de la Blanca Luna, refulge en la Barceloneta, el barrio marinero cuarteado contra el que nos previno el Gremio de Hoteleros de Gaspart y Clos antes del desembarco de Hyatt. En la era dorada de los hoteleros, la avalancha democrática de la tortilla y la alpargata solo era una amenaza lejana.

Si en los tiempos del Frente Marítimo y la arquitectura de vanguardia costaba gestionar la polis, ni te cuento ahora, que no queda ni un adoquín que no haya sido mellado por el calzado de nuestros visitantes. Vall d’Hebron y PAH se quejan de falta de diálogo y ella responde con alternativas. Es partidaria de sugerir y persuadir, pero cuando no lo consigue se pasa a la «ingeniería del consenso», como se vio en la crisis del barrio de Gracia, donde una ocupación emblemática acabó siendo responsabilidad de los urbanos.

Colau cruzó el espejo para ser dueña de sí misma, como la Alicia de Caroll. Se ha dado cuenta de que la megalópolis que comanda es un área metropolitana que debería tener alcalde autónomo como el Gran Londres y circunscripción electoral…, además de presupuesto. Pero prefiere lanzar por elevación: Cataluña es más que la metrópolis, por eso le tira más la independencia que el Estado del Bienestar.

Antes de decidir, sepamos de qué va: la prospectiva es una tentación recurrente de los políticos, como demuestra Toni Comín, dispuesto a destinar dinero en la última auditoria a los hospitales concertados en vez de gastárselo en camas y médicos.

La memoria de la ciudad

En su tiempo, Pasqual Maragall y Bohigas gestionaron el espacio público; ahora, Colau gestiona el bullicio privado. Ella sabe dónde se ha metido y se entretiene con Gerardo Pisarello cambiando los nombres de las calles de nuestros patricios (¡Samaranch!) acusados de colaboracionismo. Ella solo quiere (¿solo?) que las memorias de la ciudad pervivan, tratando de evitar los tabúes.

Es decir, quiere hablar sin tapujos de la sobreabundancia de los símbolos monárquicos y la ausencia de símbolos republicanos. Ya estamos: Delenda ets monarchia, no por nada sino porque «el hombre de la derecha es profundamente ingrato» (escribió Ortega en El error Berenguer).

Con su apoyo a Sant Boi, la alcaldesa ha roto la unidad indepe, olvidando al denostado Miquel Roca que en la misma cita del 76 fue rotundo: «Cataluña somos todos». El Procés se deshilacha en parte por las divisiones y también porque nuestros políticos vulneran el principio del trabajo bien hecho al permitir que Interior (el pozo negro de las escuchas de Fernández Díaz) retire a los ex convergentes el nombre de Partit Demòcrata por un defecto de forma.

Se diga lo que se diga, Barcelona ya no es la ciudad bussiness friendly del pasado. Se lo debemos a Colau, una señora radical convencida de que la agiotista de la Fiebre del Oro y del mercado del grano debe convertirse de repente en justa. Tal es su dañino y neokantiano deber ser.

Los pocos restaurantes que quedan en pie después de una crisis de casi una década aguantan su memoria a fuerza de anécdotas vividas o inventadas, como las de Nestor Luján y Josep Pla, pero no hay ni rastro de los vestigios del pasado común que dejó Julio Camba en La casa de Lúculo. El municipio que vindica Colau sostiene un modelo muy distinto al de los esquemas mercantiles trasnochados (piensa ella) del pasado.

¿España rota antes que roja?

En Barcelona se han clausurado demasiadas terrazas invasivas. El sentido del humor escasea por falta de medios y sectarismo. Sacar de las aceras a las motocicletas y dejar campar junto a los peatones a miles de bicicletas entraña sus riesgos. Los motivos de la alcaldesa y futura candidata a la Generalitat son más ideológicos que necesarios.

Su prisa por ampliar los consensos está marcada por enormes apriorismos. El último es ahora el más perentorio: independencia o nada; territorio antes que redistribución. Su izquierda soberanista evita ufana el contagio de los botiguers convergentes. Yuxtapone sin tapujos: España rota antes que roja.       

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