Los otros hechos diferenciales de Catalunya

La economía catalana sigue manteniendo un IPC más alto, menor inversión en educación, mayores costes laborales y sólo destaca por su vocación industrial y exportadora

La catalana es una economía de sólida y tradicional base industrial y relativamente abierta al compararla con la española. Si hubiera que definir con ánimo sintético cuál es la morfología de la actividad económica catalana las palabras anteriores serían suficientes.

En el centro de una de las crisis más agudas y profundas que se conocen, la producción industrial catalana avanza a un ritmo del 2%, mientras que la española decrece el 3,6%, según datos de Idescat correspondientes a enero de este año. Pero el índice de producción industrial no es único indicador que atestigua que la industria es en Catalunya un elemento identitario más definitivo que Els Segadors o la pasión mayoritaria por el Barça. Se trata de una tierra de productores industriales desde la revolución industrial.

Industriales que venden, y lo hacen también en el extranjero. Basta con ver la evolución del comercio catalán con el exterior, que a finales de 2012 había crecido el 10,7% en territorio catalán mientras que sólo lo hacía a una tasa del 4,6% en el caso español. Y lo que se comercia con el extranjero, todavía lejos de ser la solución económica idílica del independentismo político, no es un producto cualquiera. Si se analizan las exportaciones por contenido tecnológico, las ventas con medio y alto valor añadido de tecnología supusieron casi un 60% del total (59,8%), mientras que ese dato desciende al 51,7% en el caso español.

Dos intangibles históricos

Son las dos principales virtudes de la economía catalana, una muestra de sus mejores indicadores macroeconómicos, aquellos que la sitúan en una morfología económica que todavía bebe de su historia contemporánea tal y como la retrató Jaume Vicens Vives en su Industrials i Polítics (S XIX). Industria y apertura al exterior, dos activos intangibles óptimos como especialización de un territorio.

Pero si el análisis se extiende a otros ámbitos de estudio, Catalunya y su tejido productivo arrastran también lastres que se han intensificado en los últimos años de estado autonómico, difícilmente atribuibles a supuestos elementos externos malévolos y ruines. Tener unos precios más altos (cuya primera consecuencia es hacer más difícil la vida a las clases pasivas), una menor inversión pública en educación que el resto de España (hipotecando el talento futuro del país) o soportar unos costes laborales más altos no son el fruto de un virus inoculado por un gobierno de Madrid dispuesto a conjurar eventuales procesos soberanistas. Por no citar la ausencia de política industrial de los últimos años, que siempre ha existido en cambio en el País Vasco.

Inflación diferencial

Son ya muchos años en los que se habla del hecho diferencial de la economía catalana: su nivel de inflación. El índice de precios de consumo (IPC) siempre es superior al del resto de territorios españoles. Las razones son múltiples y se han estudiado hasta la saciedad. Un modelo comercial propio, restrictivo con la ampliación de la oferta por la vía de las grandes superficies; un sistema sanitario y educativo en el que lo privado tiene un enorme espacio; y el propio liderazgo de la actividad económica hacen que, por ejemplo, el pasado febrero el IPC catalán evolucionará a un ritmo interanual del 3,3% frente al 2,8% español.

Esas cinco décimas de sobreprecio que soportan los catalanes (que han llegado en ocasiones a casi un punto completo) tiene lógicas repercusiones ciudadanas. Alquileres más caros, cesta de la compra más costosa, inflación salarial en consecuencia… Puro hecho diferencial a decir de algunos economistas, que son críticos con la inacción política que diferentes gobiernos autonómicos han mantenido, hasta llegar a la indiferencia, con un indicador que acaba convirtiendo en más cara la vida de la ciudadanía.

Trabajo más caro

Si ponemos la vista en el coste laboral en Catalunya (que incluye todos los conceptos vinculados a los salarios), un catalán cuesta de promedio cada mes 2.829 euros. Bastante más elevado que un ciudadano español medio, que acumula un coste laboral de 2.598 euros al mes. Si el catalán es un trabajador de la función pública, la cifra aún se eleva más: hasta los 2.916 euros al mes, según Idescat.

Claro que siempre que se habla de empleados públicos y de funcionarios, la referencia catalana es la política de personal de la Junta de Extremadura, en las antípodas de la desarrollada desde la plaza Sant Jaume. De hecho, en Catalunya el número de trabajadores de las administraciones públicas no ha dejado de incrementarse desde 2009, incluso ya sumidos en la crisis. De los 319.816 empleados contabilizados en 2009 se pasó a los 326.940 de 2011.

Más funcionarios cada año

Eso en términos absolutos, puesto que en proporciones relativas los funcionarios públicos (no los empleados de administraciones) también han pasado de 42,7 personas por cada mil habitantes (2009) a los 43,4 funcionarios por mil habitantes de 2011. Aunque las referencias de mayor progreso acostumbran a estar en el norte, siempre es un consuelo para los gobernantes mirar al sur: Extremadura reúne 84,8 funcionarios por mil habitantes.

Pero si pensar que otros gestionan peor su función pública es un alivio, Catalunya vuelve a demostrar que no todos sus indicadores tienen la vocación de excelencia que sus políticos en ocasiones intentan trasmitir a la ciudadanía. Si utilizamos datos del Instituto Catalán de Estadística (Idescat), el gasto público de Catalunya en educación (en proporción a su PIB) es sensiblemente inferior al de la media española.

En 2008, Catalunya invirtió el 3,8% de su PIB en educar a las futuras generaciones, mientras que España dedicó el 4,6%. Un año después, subió cuatro décimas, hasta el 4,2%, pero España dedicó el 5% del PIB a la educación. El dato más reciente, el correspondiente a 2010, es aún más deprimente, porque desciende una décima, hasta el 4,1%. Compararlo con lo que sucede en la Unión Europea acaba de destrozar el hecho diferencial catalán: su inversión en educación va del 5,1% al 5,4% del PIB en los mismos años.

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