Globalización, populismo y la manzana (fiscal) de la discordia

El TTIP y la reclamación de Bruselas a Apple han puesto de relieve el océano que separa a europeos y norteamericanos

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La elección de Barack Obama en 2008 fue recibida en Europa como el amanecer de una nueva y brillante era en las relaciones transatlánticas. Una era presidida el multilateralismo, la cooperación y el respeto mutuo.

«Ser aliados que se escuchen, que aprendan el uno del otro y que, por encima de todo, confíen el uno en el otro», prometió el todavía candidato ante centenares de miles de entusiastas berlineses en julio de ese año.

Ocho años después, Obama consume los últimos meses de su mandato y los norteamericanos afrontan la campaña más iracunda y demagógica de la que se tiene memoria, las relaciones entre Estados Unidos y Europa –la Unión Europea en concreto— han entrado en una dinámica de deterioro impensable hace apenas unos meses.

Dos contenciosos de impredecibles consecuencias han puesto de relieve en los últimos días  que es mucho más que un océano lo que separa a europeos y norteamericanos: la condena de facto del Acuerdo Transatlántico de Comercio e Inversión –TTIP por sus siglas inglesas— y la reclamación de Bruselas a la multinacional Apple para que pague 13.000 millones de euros en impuestos ‘optimizados’ durante años en Irlanda.

De los antiglobalización al Frente Nacional

La oposición al TTIP comenzó en los habituales ámbitos anti-globalización de la eco-izquierda europea. Los estados miembros de la UE –particularmente el Reino Unido, Francia, Alemania y, con menor vehemencia pero igual interés, otros muchos como España— han apoyado el acuerdo ante la perspectiva de dar a las empresas europeas un acceso prácticamente irrestricto al vasto y rico mercado americano… y viceversa.  

Sin embargo, denuncian los opositores, el TTIP supondrá una notable rebaja de las normas comunitarias en materia de medio ambiente, control financiero, seguridad alimentaria y derechos laborales para igualarlas con el mucho más laxo marco americano, donde la palabra regulación genera tanta aprehensión como el vocablo impuestos.

Con el tiempo, lo que empezó siendo una consiga de la izquierda se ha convertido, por obra y gracia del populismo de amplio espectro que crece exponencialmente en nuestro continente –y también en Estados Unidos—en una causa adoptada y potenciada por los pujantes partidos nacionalistas, neofascistas y xenófobos cuyo mejor exponente es el Frente Nacional francés de Marine Le Pen.

El populismo es el refugio de los que se sienten traicionados e ignorados. Y en él han buscado cobijo durante la última década cada vez más europeos por obra del estrepitoso fracaso de la refundación del capitalismo que reclamó en 2008 Nicolás Sarkozy.

Sentimiento de indefensión europeo

La expectativa vital de los europeos desde 1945 –que cada generación viviría mejor y con más seguridad que la anterior—va siendo reemplazada por un creciente sentimiento de indefensión ante los burócratas, los políticos de siempre, las multinacionales, los extranjeros… En definitiva, ‘el otro’ que el nacionalismo necesita para erigirse línea de defensa frente un mundo percibido como más injusto y más desigual.

Por eso se desmarcó Sigmar Gabriel, líder socialdemócrata y vicecanciller de Alemania, de la línea oficial de su socia gubernamental Angela Merkel al dar por «de facto fracasado» el TTIP. Las elecciones generales del próximo año condicionan ya la política germana y Gabriel intuye el alto precio que el SPD puede pagar por su colaboración con la CDU.

Atrapado entre una ascendente derecha nacional-populista que enarbola la resistencia ante los males de la globalización y una eco-izquierda que ha hecho del TTIP uno de sus principales enemigos, Gabriel ha decidido –como Pedro Sánchez con respecto al PSOE— que el otrora poderoso SPD también necesita una dosis de populismo de izquierdas para sobrevivir.

Más rotundo aún fue François Hollande al anunciar, ante una reunión de los embajadores franceses en el mundo, que Paris también abjura del TTIP. Se acercan las presidenciales de 2017 en las que el líder socialista, en mínimos de popularidad y con su propio partido fracturado, deberá hacer frente al imparable ascenso del lepenismo y el anunciado regreso de Sarkozy.

Difícil aprobación

Merkel y los líderes de la UE aún confían en reconducir las negociaciones con EE.UU. Pero se trata de una posición obligada cara al establishment financiero-industrial europeo, el mayor beneficiario de un acceso más libre al mercado americano. No es tiempo de agradar a las grandes corporaciones sino a los votantes.

Además, es harto dudoso el TTIP, e incluso el ya firmado Acuerdo Transpacífico (TPP) se concluyan y ratifiquen, respectivamente, antes de que Barack Obama, su principal valedor concluya su mandato.

Donald Trump y Hillary Clinton solo coinciden en una cosa: su oposición a los dos tratados comerciales. El populismo norteamericano, encarnado por Trump pero también por la insurgente izquierda demócrata surgida en torno a Bernie Sanders, culpan a la globalización descontrolada de la pérdida de empleos industriales en EE.UU.

Como en Europa, nacionalismo –»Let’s make America Great Again»—y populismo se dan la mano para culpar al ‘otro’. Obama no puede forzar la aprobación del TTIP sabiendo que sería demoledor para las posibilidades de que le sustituya en la Casa Blanca su ex secretaria de Estado.

El probable óbito del TTIP acaba –de momento, al menos—con algo que pudo ser. Las consecuencias del enfrentamiento entre Bruselas y Apple pueden ser más graves y costosas.

La comisaria Europea de Competencia, la danesa Margarethe Vestager, explicó al anunciar la monumental reclamación –el mayor pleito fiscal de la historia—que la decisión responde a una larga y objetiva investigación iniciada por su predecesor, Joaquín Almunia.

Sin embargo, en los pasillos de Berlaymont se respiraba ese día una cierta euforia, una inusual atmosfera de desafío, de afirmación de política de la UE; de un inédito nacionalismo pan-europeo frente al rival norteamericano.

La respuesta de Tim Cook, CEO de Apple –»esto es pura basura política»— y la más mesurada pero igualmente firme del Secretario del Tesoro norteamericano, Jack Lew, acerca de la «incertidumbre» que la decisión causa y las «consecuencias sobre futuras inversiones» dan idea del calado del contencioso que se acaba de abrir.

Vestager asegura que la decisión no es política sino meramente técnica. Pero el momento es netamente político. La UE hace agua por la escasa credibilidad de sus líderes, por su incapacidad para dar respuestas rápidas y firmes a los problemas de la ciudadanía, por el Brexit, por el acelerado euroescepticismo

La Comisión Europea –sin cuyo placet no pudo actuar Vestager—puede creer que plantarle cara a Apple es un acto de afirmación europeísta (aunque Irlanda, principal perjudicada, se oponga a ello y a cualquier amenaza a su statu como cuasi-paraíso fiscal con el impuesto de sociedades más bajo de la Eurozona).

Pero razón y oportunidad no siempre coinciden. Los gobernantes norteamericanos, independientemente de su signo, tienen inscrito en su ADN la orden «America first». Tim Cook, su legión de abogados y sus 262.000 millones de dólares de fondos propios van a contar –con Obama y con quien le suceda—con el apoyo de Washington.

Se abre una etapa de confrontación no solo de intereses –cuantificables, medibles y por tanto negociables—sino de cultura, de visión del mundo y de ‘nosotros’ contra ‘ellos’. Es el impredecible efecto del nacionalismo y el populismo en ambas orillas del Atlántico. 

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