Atrio, el segundo Parador de Cáceres

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Bueno, en realidad, Atrio no pertenece a la red de Paradores, que es del Estado, sino que es un relais & chateaux del que la Junta de Extremadura tiene el 45%. Es su aportación a este restaurante con hotel de 14 habitaciones clavado en el núcleo monumental de Cáceres, a unos metros del palacio que alberga al auténtico Parador de la ciudad.

Toño Pérez y Jose Polo lograron que la sociedad pública de apoyo a iniciativas empresariales de la Junta les echara una mano cuando ya habían conseguido brillar en el mundo de la restauración y estaban a punto de hacerse con su segunda estrella Michelin.

Treinta años de vida

Ambos habían abierto Atrio en 1986 en los bajos de un edificio de viviendas de la parte nueva de Cáceres. Desde hace apenas cinco años se ubica en un caserón de nueva planta, con piedra en la fachada y hormigón blanco a la vista en sus estructuras.

La firma de arquitectos Mansilla Tuñón levantó un bellísimo edificio minimalista de inspiración nórdica para un entorno urbano español de los siglos XV al XVIII absolutamente rompedor. El interiorismo del nuevo local es el extremo opuesto de la recargada decoración del anterior.

Hay que señalarlo porque es lo que más impacta cuando se entra en este restaurante, tanto o más que la cocina.

Una bodega impresionante

La bodega, con más de 3.500 referencias, es una auténtica obra de arte en madera y contiene una de las mayores y mejores colecciones del mundo. Está coronada por lo que alguien ha llamado la sacristía: un rincón específico para 90 añadas de Chateau d’Yquem. Bodega AtrioComo se aprecia en la fotografía de al lado, las botellas están ordenadas por antigüedad para que con una simple mirada el color del vino oriente sobre si lo que se contempla es una modesta botella de 2005 (610 euros) o la muy anciana y venerable de 1806 (310.000 euros).

José Polo, el director de sala, exhibe su pasión por el vino, al que ha dedicado toda su carrera profesional y la mayor parte de los beneficios del negocio. Desde que empezaron a tener éxito, concibió la bodega como una oferta atractiva por sí sola para cierto tipo de clientela. La carta –un libro de 400 páginas muy bien encuadernado– se reedita cada dos o tres años para ponerla al día.

En las paredes lisas del restaurante se exponen obras del fondo de arte que sus propietarios han acumulado en estos años y también algunas cesiones de la vecina Fundación Helga de Alvear.

Ese es el apabullante entorno del Atrio. La oferta para comer es mucho más sencilla: dos opciones. El menú de siempre: degustación de platos clásicos de la casa inspirados en productos de la tierra (109 euros) o el menú degustación de 2015, más evolucionado (129 euros).

Nos decidimos por el segundo porque ya habíamos tenido suficiente localismo en los buenos mesones, figones, hornos y bodegas de nuestro periplo por Extremadura.

El servicio, como suele ocurrir en los locales estrellados, es excelente. El día de la visita quizá era un poco invasivo, no porque los camareros fueran pesados, sino porque estaban ociosos: pese a que era la víspera de San José sólo estaban ocupadas tres mesas. En una de ellas comían dos hombres, el mayor vestido y repeinado como Juan Diego en Los santos inocentes. En la otra, cuatro señores hablando de sus hazañas en voz más bien alta. En la tercera, nosotros.

Servicio del Atrio

En vista de que no había cerveza de barril, opté por un blanco del país en la confianza de que el sumiller traería un buen vino; y así fue.

Y empezó el festival. Un primer aperitivo de pequeños macarones con espuma de apio como los que se ven en la fotografía situada bajo estas líneas, además de unos raviolis rellenos de jamón, algo ácidos y picantes.
Macarones con espuma de atrio

El menú propiamente dicho arrancó con una hortaliza y una legumbre: unas zanahorias con ortiguillas e hinojo, seguidas de unos guisantes falsos con cochinillo crujiente y crema de guisantes. Originales y sorprendentes.

El mejor plato de esta parte del menú fue el Bloody Mary con helado de cebolletas: sopa de tomate sobre «piedra de tomate», berberechos recién abiertos y un suave helado de gusto lejanísimo a cebolla. Espectacular.

Según la carta, después venían dos ostras, pero sólo llegó una, la mejor. Frita, acompañada de fresas, kimchi y papel de infusión de frutos rojos. Algo que recuerda a los tigres de mejillón, pero con una finura de otra galaxia y un contraste delicioso con los frutos del bosque. Algo picante.

En lugar de esa segunda ostra, el cocinero decidió ponernos una gamba laminada, marinada y adornada con una salsa agria. Y, a continuación, la cigala verde con pan de algas y aceite de oliva, uno de los platos más celebrados de la cocina de Toño Pérez.

Luego, el carabinero –otra vez algo picante–, cuya cabeza había que succionar al final del plato para saborear el conjunto del maíz y el meloso de cerdo ibérico que le acompañaban. Y la lubina con mayonesa de curry, salsa de cítricos y pan de comino.

Con estas cuatro especialidades marinas Pérez hace un homenaje a la cocina oriental y a su influencia en la vanguardia culinaria del momento.

La carne

De vuelta al terruño, dos fórmulas a base de solomillo de buey retinto: la primera en tartar con sorbete de mostaza y la segunda en asado con costra crujiente de hierbas. Ambas magníficas.

Y, para acabar, el prepostre de torta del Casar con membrillo y aceite; el postre de texturas de plátano con una perla de limón confeccionada con la misma técnica de la aceituna Ordal del Bulli y del Tickets. Más la cereza que no es cereza, un guiño dulce al Jerte; y, de traca final, las golosinas para la sobremesa.

En estos sitios de gran nivel, el café, como el servicio, no pueden fallar. En este caso, Supracafé: bien de temperatura, con la dosis adecuada y un cuerpo excelente para mi gusto.

¿Qué vino elegir?

Ferran Adrià siempre decía que para acompañar su menú degustación, lo mejor era el champagne porque su acidez y su mundo, que pertenece al de los blancos, pero que madura como los tintos, casaba a la perfección con las creaciones del Bulli.

Así que al empezar cerré los ojos y me lancé; pregunté al sumiller qué tipo de vino era el más adecuado para lo que íbamos a comer. Después de contestar que todos, nos devolvió la pregunta: cuál nos gustaba más. Le dijimos que los blancos con cuerpo, que hayan pasado por barrica.

Bodega del Atrio

El hombre bajó a la bodega que aparece a la izquierda y nos trajo un borgoña, un chablis primer cru de 2010 –Mont de Milieu–, un vino que ha hecho su crianza en la botella. No mencionó el precio: 66 euros, algo más del doble que en bodega. Cumplía los requisitos y era de los más baratos de la carta. Es un profesional: nos había leído los bolsillos.

Atrio carga más del doble en los vinos sencillos, y a medida que el precio sube modera el puyazo. Por ejemplo, en el ribera Aalto PS 2011 que vende a 140 euros: en bodega está a 74. Pero el Flor de Pingus de 2009 lo vende a 220 euros, frente a los 129 de la tienda; o sea, el 70%.

En fin, una comida de primera a la que sólo pondría una pega. Para mi gusto, demasiadas especies picantes; no llegan a ocultar el sabor en ninguno de los casos, pero si tuvieran menos protagonismo no las echaría en falta.

Bueno, los 390 euros de la factura de las dos personas –incluidos los digestivos– no son una pega para gente de posibles, pero sí es muchísimo dinero. Seis euros por el servicio de mesa es una exageración, aunque el pan de la casa merezca una matrícula de honor; casi tan exagerado como los seis euros de un café.

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