Lo que mejor define a este restaurante es su ubicación, su emplazamiento y el edificio que lo alberga, una masía del siglo XVIII enclavada en la parte más antigua de la villa de Sarrià. Probablemente, la zona de Barcelona que mejor conserva el aire de su vieja independencia, dicho sea sin ánimo de polémica.
Sentarse en una de sus sillas de enea es como situarse en una de esas masías transformadas en restaurante que pueblan la Catalunya rural. Baldosas hasta la mitad de la pared, algunos ventiladores en un techo sostenido por gruesas vigas de madera y fotografías que reproducen rincones ya desaparecidos de Sarrià, junto a otras de famosos de época: desde Charles Aznavour hasta Luis Mariano.
La terraza
Tiene dos comedores en la planta baja, más otro en el primer piso, además de la terraza, el salón más disputado cuando hace buen tiempo porque está situado en la tranquila plaza de la Vila, a resguardo del viento y enfocada al mediodía. Ofician dos camareros veteranos, con pajarita sobre camisa blanca y chaleco negro, tocados de un largo mandil; algo agobiados. Diría que el local anda justo de mano de obra, de manera que se acuerdan de moler el café en pleno servicio y tratan de convencer al personal de que desista de la terraza, que da más faena. Y si la disuasión fracasa, ambos murmuran maldiciones.
Conocía el local de otras ocasiones, casi todas en la terraza y casi siempre en torno a algún plato de arroz, que es la especialidad que le ha dado más fama. Para hacer esta reseña me pasé por allí una vez más, pero sin acompañante.
Cuando el comensal solitario pide mesa, el camarero jefe le advierte: si quiere arroz, lo mínimo son dos personas.
No sabes muy bien si ofrece la alternativa de zamparte ración doble o sencillamente te está invitando a salir por donde has entrado: el que avisa no es traidor. Diría que no se ha graduado en la escuela diplomática, no solo por la advertencia paellera. A otros que iban para clientes les inquirió: «¿Me cierran la puerta, por favor?» No se lo tomaron a bien, pese a que era uno de esos días desapacibles en que los rescoldos de la tramontana llegan hasta Barcelona. La cerraron la puerta, si, pero por fuera.
Los arroces
A lo que iba. Diez formas de presentar el arroz y los fideos. Entre 16,70 y 27,80 euros la ración. Sin duda, el plato estrella de la casa, cuyo aroma lo invade todo. Tuve que abstenerme, no solo por el aviso del pollo, sino porque no tenía ganas de arriesgarme a la monotonía del plato único.
Así que me dejé llevar por un letrero de la entrada que anunciaba las mejores anchoas de Barcelona, servidas con coca untada con tomate. 10,50 euros. No sabría decir si son las mejores, pero desde luego estaban muy buenas. Del Cantábrico, regadas con aceite, unas gotas de vinagre de Módena y unos trozos de pepinillos. Bien.
De segundo, pedí unos tacos de atún con couli de tomate (10,50), correctos. Me equivoqué. No sé por qué había pensado en un atún más crudo, más a la japonesa. El pescado, algo más hecho de lo que me habría gustado, descansaba sobre una clásica samfaina muy suave y agradable.
Las dos enormes porciones del flan de coco (5,90) me dejaron el estómago tan lleno que necesité un marc de cava que actuara de bajativo. No sé la razón, pero cuando una come sola y no está alerta parece que todo pesa el doble y que necesita un extra para apoyar la digestión.
Los 70
La oferta del Vell Sarrià es muy amplia, al estilo de los restaurantes de los años 70 -fue inaugurado en 1975-, de manera que no es difícil encontrar la combinación adecuada para el apetito del momento. Conviene tener presente que lo que la carta define como platillos están más cerca de las raciones normales que de la tapa.
Para lo bueno y para lo malo, este restaurante sigue muy pegado a lo que fue su fórmula de éxito de los inicios. Apenas unas pocas incorporaciones, como la relación de gintonics con fever tree al final de la carta. El computo gobal resulta entrañable; hay sabor. La clientela –entre la que hay mucho habitual- parece que tiene asumidos los reniegos del cascarrabias.
Tomé una caña Damm -mejorable- de aperitivo y una copa de blanco de la casa durante la comida. El café Ros, correcto, servido en una taza que hacía tiempo que no veía, como las copas de vino, de aquellas de hace años. Pagué 42 euros. El camarero tuvo la gentileza de invitarme al digestivo y se olvidó de anotar la copa de vino.