Hasta 1990, el Montesquiu había sido la típica bodega de vino a granel, situada en la parte alta de la calle Mandri, que poco a poco se había transformado en bar. Lo regentaba un matrimonio y sus dos hijos; la madre había creado una serie de tapas, como las bravas, los callos y los calamares a la romana que, servidos en pequeñas raciones y acompañados de una salsa picante casera y de cerveza de barril cuidada, aunque algo fuerte, hacían las delicias de la clientela de la zona.
Los muchachos que vivían por allí y los estudiantes de algunos colegios mayores cercanos eran clientes asiduos. Antes de que se abriera el Bar Bero y la saga que lo siguió en Bisbe Sivilla y Balmes, Montesquiu era el único bar de precios asequibles a los que la gente joven del barrio –aunque pija, de bolsillos endebles– podía acceder. Por eso le apodaron el Bar Decente. Otros, menos imaginativos, también le llamaban Montes o simplemente Quiu.
Javier de las Muelas
En 1990, Javier de las Muelas, antiguo estudiante de medicina –no sé si acabó la carrera- y cocktelero de vocación, se cruzó en el destino de esta familia. Para entonces ya había triunfado con algunos de sus locales. Le gustaba recorrer la ciudad –aún lo hace- oteando oportunidades de negocio en establecimientos que ya estaban en marcha. Llegó a un acuerdo con los propietarios y se hizo con el Bar Decente, pero como hombre inteligente que es no se empeñó en darle la vuelta de inmediato, sino que se empleó en afianzar el fondo de comercio del local antes de introducir elementos nuevos.
Cuando ya lo tuvo consolidado, amplió la superficie –recuerdo que justo al lado había una churrería- y sin perder el bar lo integró en un restaurante.
Decoración moderna, ecléctica, que mezcla en sus paredes grises fotografías de personajes famosos del estilo de Picasso o los Onassis, litografías de Tàpies y de otros pintores menos conocidos. Iluminación suave, pero clara, y música ambiente animada –demasiado, a veces- con detalles como jamones asépticamente colgados tras una cristalera acompañados de ristras de ajos y ñoras. Muy agradable, como el servicio, formado fundamentalmente por mujeres uniformadas con pantalón negro y chaqueta blanca de camarero.
La bebida
La cerveza ya no es aquella del bar antiguo –me atrevería a decir, con riesgo a equivocarme, que era Voll Damm-, sino la suave Mahou, que suelen servir muy bien. Siguiendo con la bebida, diré que la carta de vinos es de un nivel superior al restaurante, con cavas, champagnes y denominaciones de toda España, bien elegidas y para todos los gustos y momentos.
Los precios son equívocos en el sentido de que no cargan lo mismo en cada vino, de donde cabe deducir que detrás de las tarifas hay una política de compras. En la visita que les estoy contando estuve a punto de decantarme por un cava excelente, el Llopart Leopardi, porque lo ofrecían a 25 euros, solo siete más que en la Viniteca. Pero ante el temor fundado de que nos quedáramos cortas –me acompañaba una amante del cava- opté por un blanco con aguja. Gramona Mustillant, que pagué a 14 euros, cuando en la tienda cuesta 5.
El servicio de vino es correcto, de esos que cuando pides una botella tan modesta como ésta la camarera no hace la comedia de dártelo a probar, sino que educadamente te pregunta si quieres hacerlo, por si vas de fantasma.
Jamón Joselito
No cometí el error de pedir jamón Joselito, que no lo cobran caro, pero que en otras ocasiones me había decepcionado, quizá por mi devoción excesiva a la marca, no lo niego. De entrantes, nos inclinamos por las tortillitas de camarones –una asignatura difícil- y por el cazón en adobo, que tampoco es moco de pavo. Notable en el primero –creo que es de los mejores de Barcelona- y aprobado raspado en el segundo: demasiada condimentación.
Los segundos fueron más o menos igual. Steak tartar bueno, muy correcto, pero sin dejar memoria; mientras que el secreto ibérico a la brasa, que me encanta, y por tanto tenía que pasar un corte de nota elevado, muy bien, en ese punto crujiente tan difícil de conseguir.
La carta, como la decoración, es ecléctica, pensada para picoteo, cena o comida formal, y para todas las edades. Pastas, hamburguesas, brasa, tapas, tataki de atún, platos de toda España –tienen ortiguillas, como en el Bar Cañete, para los que no huyen de los sabores marinos fuertes- y ocho formas de servir los huevos fritos, todo un homenaje a uno de los platos estrella de la familia que fundó el local.
Café Nespresso, correctamente servido. Una comida media sale por unos 35 euros, un precio que está por debajo de los locales de su mismo nivel de calidad. Un sitio especialmente indicado para ir un mediodía de sábado o domingo.