Barcelona paga el impuesto criminal
Barcelona no necesita más eslóganes vacíos ni campañas institucionales que niegan la realidad
La inseguridad sigue siendo el principal problema para los barceloneses, aunque las administraciones socialistas se estén esforzando para que la falta de vivienda le haga el sorpasso. No es solo una percepción: los datos confirman que la ciudad no va bien. Según los últimos datos de la Encuesta de Victimización de Barcelona, casi un tercio de los ciudadanos (29,8 %) sufrió al menos un delito a lo largo del año anterior a la entrevista.
En 2024 se registraron, según la Junta Local de Seguridad, 180.342 delitos en la ciudad, lo que supone una media de casi 500 al día. Si bien la cifra representa una leve reducción respecto al año anterior, la sensación de inseguridad persiste y se mantiene como la principal preocupación ciudadana según los barómetros municipales.
Los hurtos representan casi el 50% de todos los delitos cometidos en Barcelona, con más de 90.000 casos al año. Los robos violentos siguen siendo más numerosos en Barcelona que en Madrid, a pesar de que la capital española tiene el doble de habitantes. Las estafas, especialmente las telemáticas, han crecido un 35% respecto al año anterior y ya suponen el 15% de los delitos denunciados. Y el tráfico de drogas se ha triplicado en los últimos años, situando a la ciudad como un punto crítico en este ámbito.
La inseguridad tiene un profundo efecto en la vida diaria y en la confianza de los ciudadanos en las instituciones. La percepción de que las autoridades no protegen adecuadamente a la población alimenta la desafección política, lo que puede derivar en un aumento del atractivo de los discursos radicales y en la erosión de la democracia.
Los robos en establecimientos comerciales generan pérdidas directas por mercancía sustraída y costes indirectos por incremento en medidas de seguridad, seguros y pérdida de clientela
La delincuencia también tiene impacto directo y cuantificable en la economía local. Barcelona, como destino turístico internacional, sufre una merma en su imagen por la alta incidencia de hurtos y robos, especialmente en zonas turísticas. El turismo representa un porcentaje importante del PIB local -casi el 15 %- y la inseguridad puede hacer que los visitantes reconsideren su viaje, afectando a hoteles, restaurantes y comercios.
Los robos en establecimientos comerciales generan pérdidas directas por mercancía sustraída y costes indirectos por incremento en medidas de seguridad, seguros y pérdida de clientela. Y también tiene un coste para la administración, es decir, para el bolsillo de los ciudadanos.
El aumento de la actividad policial y judicial supone mayores gastos para el Ayuntamiento y la Generalitat: cada día se producen alrededor de 80 detenciones, se investigan a unas 170 personas y se identifican a casi 1.000. Cada día. Además, la percepción de inseguridad puede afectar a la inversión extranjera y a la atracción de talento, factores clave para el desarrollo económico de la ciudad.
Por lo tanto, Barcelona no necesita más eslóganes vacíos ni campañas institucionales que niegan la realidad. Lo que necesita es más presencia policial en la calle -Guardia Urbana, Mossos d’Esquadra y Policía Nacional-, juzgados con medios suficientes y una reforma del Código Penal que trate al multirreincidente como lo que es: un profesional del delito.
Ante este panorama, la falta de liderazgo de Jaume Collboni ha sido escandalosa. En el último pleno municipal, tuvo que aceptar un ruego del Partido Popular para instar al Congreso a desbloquear la reforma contra la multirreincidencia. Ha sido la oposición la que le está arrastrando a mover ficha.
Porque lo peor de esta ciudad no es solo el delito, sino la impunidad. Saber que un ladrón saldrá por la misma puerta por la que entró en comisaría es desolador. Y sí, aquí delinquir sale barato. Las mafias lo saben. Las bandas internacionales comparan legislaciones y eligen. Y Barcelona, hoy, les resulta rentable.
El buenismo está siendo una práctica política irresponsable: el delincuente -como el okupa- se ha convertido en una figura casi protegida, y el ciudadano honrado, en un sospechoso permanente. Defender el orden y la ley parece una herejía para ciertos sectores de la izquierda que han confundido el progresismo con una indulgencia suicida.
Mientras en Italia Giorgia Meloni planta cara a la okupación con medidas firmes, aquí los antisistema encuentran refugio en la administración y legitimación política en las instituciones. La realidad es alarmante: 29 edificios municipales están okupados ilegalmente. ¿Esto es progresismo? No. Es dejación. Es complicidad.
Y, mientras tanto, crece la violencia. Hemos pasado de los robos con tirón a los apuñalamientos, y de las navajas a las armas de fuego. ¿La causa? En buena parte, el narcotráfico. Pero el Ayuntamiento, lejos de actuar, legitima la marihuana con una permisividad ciega. Solo hace falta pasearse por Ciutat Vella o el Eixample: proliferan las tiendas de productos cannábicos que se presentan como herboristerías. Pero todos sabemos lo que son.
En definitiva, la inseguridad se ha convertido en un impuesto criminal, invisible pero muy real, que la administración no recauda, pero permite. Y la pasividad del alcalde no es solo inacción: es una forma de cooperación necesaria. Collboni no lidera. Calla. Otorga. Gestiona desde la comodidad, mientras la ciudad se degrada. Barcelona merece más. Necesita seguridad, orden y valentía política. Lo demás es propaganda.