Albert Rivera: ‘Pedralbito’ contra ‘Pijoaparte’

El líder de Ciudadanos blande su venganza contra el bipartidismo, pero es incapaz de matar al padre, aunque lo tenga a huevo

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La conspiración contra César es demasiado para las espaldas de Albert Rivera. Sus próceres intelectuales, Espada, Azúa o Carreras, se lo explicaron mal; y ahora, como toda respuesta, Rajoy sonríe, al estilo de Lawrence Olivier, el eterno Brutus del Royal Court. A Rivera se lo contaron mal o él entendió la  atrabiliaria versión del parricidio de lo Morrot del Maestrat y, en vez de duelo de florines con el clásico en garde, le soltó al presidente en funciones un hachazo en toda la testuz.

Rivera blande su venganza contra el bipartidismo, pero antes de acabar con Cánovas y Sagasta, le comió la merienda al retro-regeneracionismo de doña Rosa Díez, la dama del lago sin agua. Y pensó: «Ya tengo el cetro del centro, a partir de aquí, será cuesta abajo». Pero no; hay que cortar mucha tela y ponerle codos a esto de la política de Estado. El gesto y la mirada van en la última lección. Primero son las fichas, la estadística, la gran empollada.

El chico empezó en Catalunya, ejerciendo la diglosia en el Parlament. Todavía no ha captado que el público empatiza más con un converso Pijoaparte, estilo Gabriel Rufián, que con un falso Pedralbito, como él, alejado de la endogamia. Piropeado en las primeras encuestas, Rivera se difumina en los sondeos de la recta final. Ya no quiere romper nada. Su guiño gatopardiano ha ido languideciendo en su sede de Recoletos, donde nadie admira los frescos de Patrizio Corbera, príncipe de Salina.

Un Dorian Grey con hocico trufero

Es el Dorian Grey que ve al expresidente Adolfo Suárez al otro lado del espejo. Y como Adolfo, tiene adjuntos y complicidades en Zarzuela. También tiene un Rey atareado y dulce, el Felipe VI de la Generación Hormiguero. Es un zoom politikon de olfato y hocico trufero. Busca tesoros; los encuentra pero no los disfruta.

Antes de matar al contrincante, frunce el entrecejo, señal inequívoca de confusión estética. Navega en la dosis justa del cociente entre el azar y la necesidad. Desempeña lo más alto de su partido, Ciudadanos, desde 2006, el día en un plenario fundacional decidió nombrar jefe a dedo por riguroso orden alfabético (de nombre, no de apellido).   

Del anticatalanismo al regeneracionismo  

Desde entonces domina el tablero. Se ha hecho hegemónico a base de trasladar su combate anti-identitario al socorrido territorio regeneracionista, aquel que cada cien años cubre la piel de España para acabar regenerando sombreros, fogones, bidets, verbenas y hasta suelas de zapatos, como recogió Corpus Barga, el Juan Sin Tierra de la plaza de Tanger.  

A sus oídos no alcanzan los arcabuces de los alabarderos reales en las mañanas de caza. Quiere ser como Romanones, pero empezando desde abajo. No tiene salacov (que sepamos) ni correajes encartuchados, el detalle masculino que encandiló a las damas en Memorias de Africa.  

Tampoco le gustan los toros por aquello del respeto animal. Es adicto a la corrección política, pero le tiran el Águila imperial de Vidal-Quadras y el nacional-futbolismo en la versión cenital de Sergio Ramos, central de la Roja además de experto en cría y doma caballar.     

Un ascenso menos meteórico de lo que parece

Ciudadanos se presentó a las elecciones generales en… ¡2008! y consiguió tan solo 46.313 votos (0,18%), ganándole por los pelos al PACMA. En las europeas de 2009, el resultado electoral en coalición con Libertas fue un descalabro: 22.903 votos (0,14%). En 2010 mantuvo los tres diputados del Parlamento catalán, pero un año después llegó la decepción de las municipales.
 
En las generales de 2011, volvió a intentar un acuerdo con UPyD, y tras la negativa de Rosa Díez, Ciudadanos decidió no repetir por su cuenta y reclamó -sin citarlo- el voto para la formación magenta. Y llegó la sucesión de éxitos que han merecido la atención mediática: el resultadón en las catalanas de 2012 (de 3 a 9 diputados), la irrupción en el Parlamento europeo, la gira por España para preparar el nuevo desembarco, el harakiri de UPyD (¿su venganza?) y el pelotazo del 27S en Catalunya, donde Inés Arrimadas venció y reinó sin entender que su apoyo fue el fruto reactivo de un descontento todavía mayor con los soberanistas.  

El Albert Rivera de hoy ha transitado contra corriente desde la incertidumbre de las humanidades a la certidumbre de la economía, nada menos. Es conocido que  José Ignacio Goirigolzarri (Bankia) o Francisco González (BBVA), le han mostrado afecto y apoyo. En el libro, De Ciutadans a Ciudadanos. La otra cara del neoliberalismo, Josep Campabadal y Francesc Miralles aportan que los impulsores iniciales de Ciudadanos son intelectuales clásicos, mientras que la generación Rivera es «un producto casi puro del milagro económico español».  

En su génesis política, el entonces joven líder de Ciudadanos vendió su alma al diablo para españolizar Cataluña. Todavía no era un amargado; algo resentido, eso sí, pero dotado de acíbar y sarcasmo, como los augures del mañana. Pero Rivera no sabe matar al padre, aunque lo tenga a huevo, como se diría en las plazas con aljibe de Los gozos y las sombras, la otra vida de Rajoy anticipada en un papel secundario de Torrente Ballester. Tampoco es el sardón correcaminos de Cuadernos del Guadarrama, de Cela. Es letrado, leguleyo remendón y mito fáustico desde que su inclinación babeliana le llevó a vender su alma a Mefistófeles, un criado sobrehumano.

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