La otra manera en la que Francis Ford Coppola nos invita a ver ‘El Padrino III’

'El Padrino, de Mario Puzo. Epílogo: La muerte de Michael Corleone' es el título completo de una excusa perfecta para revisitar la saga mafiosa

Han pasado 30 años desde que la tercera entrega de El Padrino llegó a los cines, y el espectador que no la haya vuelto a ver desde entonces puede que no reconozca de entrada los cambios que Francis Ford Coppola ha introducido en esta nueva versión, estrenada en salas el viernes 3 de diciembre. Hay cambios, y son significativos –el final, por ejemplo, adquiere una dimensión todavía más trágica que el original–, pero Coppola nos brinda sobre todo la ocasión, ya inmejorable, de sentarnos en la butaca a disfrutar de un clásico en la pantalla grande.

Déjense de series, el plan perfecto es revisar las dos primeras partes (están en Amazon Prime Video, Apple TV, Rakkuten, Google Play…), y salir silbando la melodía de Nino Rota para ver la perfeccionada versión de la tercera en sala, antes de que nos quiten ese placer inigualable.

Hay que decir que Coppola es un caso especial. No puede parar de remanipular su obra. En pleno verano nos sorprendió con un nuevo montaje de su obra maestra, Apocalipsis Now (1979) –tan apropiada para los tiempos que siguen corriendo–, que ya era la tercera después de la original, y de aquel Apocalypse Now Redux (2001), que abundaba en conejitas playboy y en opio francés.

No hace tanto que también había retocado su Cotton Club (1984), y la misma trilogía de El Padrino ya había sido objeto de un montaje alternativo, que ordenaba cronológicamente la vida del padre de Michael Corleone (Al Pacino), Don Vito Corleone: aquel niño cuyos padres eran asesinados en Sicilia, llevándole a huir a Nueva York, donde crecería con el rostro de Robert De Niro, y devendría padrino de la familia mafiosa más importante de Nueva York con el de Marlon Brando, que fallecía en la primera entrega, cediendo finalmente el mando al renuente Michael, que acarició la idea de un destino distinto junto a Kay Adams (Diane Keaton).

Un elefante en el cementerio

Hay que decir también que, a diferencia de Martin Scorsese, que sigue en plena forma –como quedó patente con la monumental El irlandés (2019)–, Coppola no ha dirigido una gran película desde Drácula de Bram Stoker (1992) –o, si se quiere, Legitima defensa, de John Grisham (1997–. Nadie se acuerda de películas como Twixt (2011) y Distant Vision (2016). Tampoco Tetro (2009), una rareza argentina en blanco y negro, es comparable a sus grandes clásicos.

Su anunciado nuevo proyecto, Megalópolis, en el que Jude Law encarnaría a un arquitecto a lo Frank Lloyd Wright, encargado de levantar una ciudad utópica en las ruinas de Nueva York, produce cierto pavor, y nadie sabe muy bien si llegará a realizarse.

Lo mejor que ha hecho Francis Ford Coppola en las últimas dos décadas, y no es poco decir, ha sido producir las películas de su querida hija, Sofia Coppola, precisamente la gran agraviada por el estreno, hace tres décadas, de la tardía tercera entrega, dieciséis años después de El Padrino II (1974), de lo que ahora se conoce como la Trilogía de El Padrino. Aunque obtuvo nueve nominaciones al Oscar –no se llevó ninguna estatuilla–, y fue un taquillazo en todo el mundo, también fue muy criticada por no estar a la altura de sus predecesoras. Y Sofia cargó con las culpas. Pero empecemos por el principio.

Caballerosidad rústica

El 17 de mayo de 1890, en el Teatro Constanzi de Roma, tuvo lugar el estreno de uno de los mayores éxitos operísticos de todos los tiempos: Cavalleria rusticana, una obra de Pietro Mascagni, sobre un triángulo amoroso entre campesinos sicilianos, que terminaba con un buen charco de sangre.

A finales del siglo XIX, Sicilia estaba de moda en la capital del reino, y aunque la mafia era ya una organización criminal con conexiones en el extranjero, nadie la consideraba como tal. Como explica John Dickie en el imprescindible Cosa Nostra (Debate), “para muchos, mafia aludía a una primitiva concepción del honor, a un rudimentario código de caballerosidad al que obedecían los atrasados habitantes del campo siciliano”.

La mafia se veía como un estado mental, y la Cavalleria rusticana, cuyo reconocible Intermezzo también sonó en los créditos de Toro salvaje (Martin Scorsese, 1980), era su máxima expresión artística. Lógico pues que acabara convertido en el clímax de una trilogía tan operística y shakespeariana como El Padrino; una apoteosis en la que, mientras el inocente hijo de Michael Corleone se estrena como cantante lírico con la obra de Mascagni en el Teatro Massimo de Palermo, muere un montón de gente. No entramos en detalles, para no arruinarles el recuento de cadáveres.

La complicidad de Mario Puzo

Si no hubo Padrino IV, y es probable que no lo haya jamás –Coppola tiene 81 años, y no los lleva tan bien como Scorsese, que además es tres años más joven que él–, es porque Mario Puzo, con quien Coppola coescribió las tres entregas de El Padrino a partir de su best seller de 1969, falleció en 1999, cerrando las puertas a otro guion a cuatro manos, que era lo suyo.

La trilogía de El Padrino empieza con Puzo, y termina con la Cavalleria rusticana, como una perfecta progresión a la inversa de la idea de mafia en el imaginario colectivo. Puzo, además, eligió como quien dice al azar el origen de Don Vito, es decir el pueblo de Corleone, sin saber que, años después, en la década de los 80, sería de ahí, precisamente, de donde saldrían los más mortíferos “hombres de honor” de la organización. En apenas dos años, por obra y gracia del clan Corleone, murieron hasta 1000 personas, entre mafiosos rivales y gente que pasaba por ahí.

Cuando la novela de Puzo se convirtió en un best-seller, ya se sabía que la mafia era una organización criminal, pero su funcionamiento interno era todo un misterio, no estaba clara la relación entre la mafia americana y la italiana, y tampoco se conocía que, en lo que respecta a la parte italiana, en realidad se llamaba la Cosa Nostra. Todo esto no se averiguó hasta mucho después, cuando Tommaso Buscetta se lo contó todo al juez Falcone, algo maravillosamente relatado en El traidor (Marco Bellocchio, 2019), sin duda la película definitiva sobre el tema.

Como es sabido, Falcone saltó por los aires en un traumático atentado, que terminó para siempre con el romanticismo de la Cavalleria rusticana, el 23 de mayo de 1992, dos años y cinco meses después de que la tercera y última parte de El Padrino se estrenara justamente el día de Navidad de 1990, porque no hay nada como el letargo navideño para volver a los clásicos.

Fredo, el más débil de los tres hermanos

En un artículo del New York Times publicado estos días, comparaban, en broma, la tercera parte de El Padrino al más débil de los hermanos Corleone, Fredo, interpretado por John Cazale, el mismo por el que Al Pacino atracaba un banco en Tarde de perros (Sidney Lumet, 1974). Aquí, o más exactamente en la segunda entrega, Michael, dolido por su traición, lo mandaba asesinar. Lógicamente, es el crimen que más le pesará siempre.

Las dos primeras entregas eran difíciles de superar, y esta la rodó Coppola por dinero, y presionado por la Paramount, que le metió prisas, pero más que entrar en comparaciones, siempre odiosas, hay que considerarla como un estupendo colofón. Aunque no han faltado chistes a costa de El Padrino III –recordemos a Steven Van Zandt en Los Soprano imitando a Pacino con aquello de “Just when I thought I was out… they pull me back in”, el más celebrado running gag de la serie de HBO–, en el fondo se hacen desde el respeto. Vista ayer por este crítico, 30 años después de la primera vez, no ha perdido un ápice de su encanto, sino es que ha ganado con los retoques.

Para la apertura, Coppola anticipa una escena que venía después, cuando Pacino y el maravilloso George Hamilton –sucesor de Robert Duvall en el cargo de consiglieri económico y legal– negocian con representantes del Vaticano la compra de las acciones de una importantísima empresa inmobiliaria europea, que servirá tanto para blanquear su negocio, como para intentar limpiar su alma, salpicada de sangre culpable, siendo la de Fredo la mancha más grande.

Sofia no se lo merecía

En El Padrino III, no tarda en entrar en juego el que se terminará perfilando como posible sucesor del ya anciano Michael, Vincent Mancini (Andy García), que no es otro que el hijo ilegítimo de Sonny (James Caan), el hermano mayor de Michael, asesinado en la primera entrega. E inevitablemente habrá tensión sexual entre Vincent, y Mary Corleone (Sofia Coppola), la hija del jefe, a pesar de que son medio primos. Un amor imposible, rechazado de plano por el Padrino, porque “es demasiado peligroso”, tal y como repite una y otra vez, asustado por el incesto.

Sofia Coppola, que ya había tenido pequeños papeles en La ley de la calle (1983) y Cotton Club, acabó siendo Mary Corleone por casualidad. El papel era para Winona Ryder, la actriz de moda en aquel momento. Pero acababa de rodar Sirenas (Richard Benjamin, 1990) con Cher, llegó exhausta a Italia y se puso enferma. Coppola barajó opciones, y se quedó con la que le brindaba el mayor apoyo emocional, porque no las tenía todas consigo. Había cosechado demasiados fracasos, como el de Corazonada (gran película, de todas formas), y ya no se sentía ni infalible, ni todopoderoso. Todo mejor con su hija al lado.

La interpretación de Sofia Coppola fue masacrada, y aunque es verdad que quizás no es una gran actriz, no se lo merecía. Su actuación le otorga al personaje cierta frescura, cierta verdad, una inocencia no impostada, y tiene personalidad. Pero, como era la hija del director, y además no luce belleza estándar, se convirtió en el chivo expiatorio para la crítica más retrógrada que vio en ella la diana perfecta para explicar por qué la tercera entrega no estaba a la altura de las anteriores. Como ocurre en la película, fue ella la que se llevó las balas.

En consecuencia, tal y como presenta ahora Coppola (padre) el cierre de la trilogía, la muerte de Michael es mucho más lenta y dolorosa de lo que había sido en 1990. Y eso va ligado al amor que siente por su hija, que no ha dejado de crecer, cosa que aplaudimos enérgicamente, porque es una gran directora.

a.
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