Hacía tiempo que quería volver a la Fonda Gaig, que desde abril pasado ya no es fonda, sino solo Gaig. Y lo hice al día siguiente de que la guía Michelin confirmara la estrella que Carles Gaig ostenta desde hace 20 años.
En el 2004, el cocinero de Horta se trasladó desde el final del paseo Maragall hasta el Hotel Cram de la calle Aragón, en el centro de Barcelona. Y en el 2008 se atrevió a abrir una segunda marca, la Fonda Gaig, también en el Eixample, donde recuperó las viejas recetas, las de toda la vida. Pero al final, dejó el hotel y se concentró en el local de la fonda, que ahora se llama simplemente Gaig.
El lío
El hecho de que el comensal no distinga más que por los precios cuándo está comiendo en el estrellado Gaig y cuándo en lo que antes era una fonda de lujo supone todo un reto para los expertos de la Michelin. En ambos casos, tanto al pedir un lomo de lubina con aceite de lima (35 euros) como unos canelones tradicionales (15 euros), el cliente debe recibir el mismo trato y servicio. Un desafío para el propio restaurante, del que sale airoso.
Ese día se podía ver a Gaig trabajando sin descanso entre la cocina y un comedor que estaba a tres cuartos de entrada; y a su esposa, Fina Navarro, controlando la sala. Picando piedra los dos, vamos.
Es posible que Gaig, aun y siendo un lugar muy concurrido, ya no sea aquel salón de la ciudad en que se transformó la Fonda Gaig al poco de su inauguración. El decorado ha cambiado ligeramente, sigue siendo elegante con una mantelería de lino blanco bien planchada y cristalería y cubertería de lujo.
El vino
Me sorprendió ver pocas botellas de vino en las mesas, pero cuando repasé la carta de vinos lo entendí. La extensísima relación que ofrece la casa es magnífica y variada, aunque con una distribución que desde mi punto de vista no ayuda mucho en la elección. Pero lo que ayuda menos son los precios.
Estaba buscando un blanco y me quedé de piedra cuando vi el Palacio de Bornos sauvignon blanc a 25,70 euros, cuando su coste en bodega no llega a los siete. Casi cuatro veces más. ¡Qué barbaridad! Probablemente, es una excepción. Es como si el descorche en la casa costase un mínimo de 20 euros. En otros vinos, Gaig carga algo más del 100%, como es el caso del Camins del Priorat (31 euros frente a los 15 de bodega) y del Belondrade y Luton del 2011 (49,50 frente a 24,55). Es más o menos la tónica general –errónea e irritante- de los restaurantres de postín.
Entiendo que la gestión de una bodega con centenares de referencias y etiquetas caras es muy complicada desde el punto de vista financiero, pero resolverla pegando esos palos a los clientes es acabar con la gallina de los huevos de oro.
Con todo, lo más complicado de Gaig quizá no sea esa exageración, sino el lío para aclararte con su oferta. Carta gastronómica de nivel Michelin con ocho propuestas. Carta tradicional –de fonda, digamos-, con una quincena de platos clásicos de cocina catalana. Menú tradicional (53 euros) y el menú de a todo trapo (95 euros). Y para los laborables al mediodía el de 28 euros. Los precios no incluyen la bebida.
El pan
La carta tiene una curiosa leyenda a pie de página que advierte al comensal de que si quiere evitar que le carguen 4,5 euros por el concepto de “pan y entretenimientos” debe advertir al camarero. Feo. Francamente feo. Reconozco que si tuviera que hacerlo, si tuviera que renunciar, me pondría de mal humor. Así que prefiero callarme, porque la aternativa real es levantarte e irte.
Bueno, pues callé. Y bebí una caña que no lo era, sino que procedía de una botella, de lo que no me advirtieron, como es habitual en tantos restaurantes de Barcelona. ¿Por qué no traen la botella a la mesa? Y me decanté por dos platos tradicionales. Los macarrones del cardenal (14,50) que estaban soberbios, aunque no pude acabarlos. Eran demasiado abundantes. Y de segundo, rovellons con butifarra negra (24,50). Bien, pero nada que justificara, ni de lejos, el precio.
Mi acompañante tomó tres lomos de anchoa cantábrica sobre llesca de pan con tomate (8,70) y luego foie-gras a la brasa (24,50), bien hecho, consistente y sabroso. En su punto. Pedimos un Quinze Roures, un blanco del Empordà modesto y decente que en bodega no llega a los 10 euros y que nosotras pagamos a 27,5. Un 175% de margen.
Nos pusieron un café del Bages a tres euros la taza que estaba muy rico, aunque hubiera estado mejor de haber llegado a la temperatura adecuada a la mesa. Pagamos 60 euros por persona.
Como había visto en otras visitas, el servicio es muy amable, pero fallón. Demasiada espera entre plato y plato. Como en otras ocasiones, oí la manida frase de “se nos ha concentrado el trabajo”. Casi nunca es verdad, y si lo fuera la profesionalidad está precisamente en solventarlo.