Hace apenas seis años el cocinero Carlos Ortiz, el somelier Marc Navarro y Eva Álvarez habrían montado dos, o quizá tres, restaurantes. Habrían encontrado financiación y probablemente habrían trabajado en la línea de lo que era habitual entonces: restauración de nivel con aspiraciones de estrellato.
Hoy los tres participan como socios autónomos en un pequeño y modesto local al que han bautizado como Pan & Oli, que en junio abrió sus puertas en Sants. Las cosas han cambiado mucho, y no solo para ellos, sino también para sus clientes potenciales.
Talento
De manera que el talento que concentran estos jóvenes está ahora al servicio de una cocina igualmente imaginativa, con materia prima menos noble –lo que no quiere decir peor, sino más barata- y con precios populares.
El vehículo que lleva este conglomerado de circunstancias hasta la mesa es la tapa, la fórmula que sirve para un roto y un descosido, y a la que han recurrido muchos antes que ellos para adaptarse a los nuevos tiempos. De esta forma, una buena comida y a plena satisfacción sale por unos 20 euros. Es el aspecto positivo de la crisis en la restauración.
Pan & Oli está decorado de una forma sencilla, espartana, con sillas de madera, de tijera, mesas con mantel de hule y servilletas de papel. Una persona en la sala y otra en la cocina, con el refuerzo del tercer socio en las puntas de trabajo. Capacidad para unas 20 personas, con una sala al fondo, como un reservado, para grupos.
Radeberger
Para empezar, cerveza alemana de barril Radeberger (1,5 euros), no muy común por estos pagos. Con algo más de grado que las españolas y un toque amargo de final. Fresca y bien servida. Para los vinos, Marc Navarro tiene buen ojo y se ofrece para recomendar en función de los platos elegidos. Nos puso unas copas de Cigonyes, del Empordà, de Castell Perelada, a 2,6 euros, suave y refrescante, que no reflejaba los 13,2 grados que indica la etiqueta.
La oferta de tapas está expuesta en las pizarras, donde también figuran algunos de los vinos disponibles. Tiene un menú de 10,50 euros y una carta en papel. Nos inclinamos por probar algunas de las especialidades colgadas en la pared.
Antes de empezar, nos sirvieron un aperitivo de parmesano con reducción de vino tinto y mermelada. Original, algo contundente y sabroso. Lo primero que pedimos fueron las patatas bravas líquidas, que es una crema que se come como un helado de abajo hacia arriba. En la parte más baja, la patata triturada y encima la salsa; nada que envidiar a otras con mucho prestigio en la ciudad.
Merengue
Después, unas croquetas de jamón, que no hacía falta que las presentaran como hechas en casa porque se notaba perfectamente. Pasamos a continuación a la coca de hojaldre con calabacín y brandada de bacalao, elaborada con la consistencia de un merengue. Efectivamente, parecía un delicioso dulce, y estaba riquísima.
Para terminar, butifarra de Sant Celoni con huevo crudo que se cuece al removerlo con el parmentier que hace de base. El platillo más consistente de la comida.
Como se ve, un almuerzo sin productos gourmet, sencillo y elaborado, pero plenamente satisfactorio que salió por 20 euros por persona, incluyendo un café Novell de cápsulas, bien servido.