El descalabro del CSIC

El buque insignia de la ciencia española echa mano de los ahorros de los investigadores

Tenía que ser la gran agencia de la ciencia española. Hoy, sin embargo, podría pasar por el Titanic de la generación de conocimiento en España. Una metáfora de una realidad que podría haber sido y que cada vez se aleja más de lo que debería ser la mayor institución científica de un país que presume de moderno. Los recortes se han cebado en el sistema español de ciencia y tecnología. El Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC), el buque insignia, es quien más padece la penuria, y no es probable que la situación cambie en un futuro inmediato.

Hace unos meses, su presidente actual, Emilio Lora Tamayo, lanzaba un dramático SOS: o se inyectan 100 millones de euros o el CSIC se hunde, entra en bancarrota, vino a decir. El Gobierno, por boca de la Secretaria de Estado de I D I, Carmen Vela, respondió con presteza anunciando una solución. No se podían alcanzar los 100 millones, pero si 75. Se hizo una primera transferencia de 25 millones a cuenta de un total de 50 para hacer frente a los pagos más apremiantes. Finalmente, el Consejo de Ministros del pasado viernes elevó la cifra con un “crédito extraordinario” de 70 millones para cubrir 2013.

Viejo cascarón

El baile de cifras no esconde ni la falta de liquidez que afronta el CSIC ni la preocupación por 2014. El proyecto de presupuestos no contempla una cantidad equivalente para una institución que genera el 19% de la producción científica española y que cuenta con un centenar largo de centros de las más diversas especialidades. Va a salvarse un curso, dicen fuentes próximas a la presidencia de la institución, pero nada indica que el problema vaya a subsanarse en el próximo ejercicio. Existe el temor, como ha ocurrido en 2013, de que de nuevo haya que recurrir a los ahorros de los investigadores, a dinero comprometido para proyectos, lo que ha mermado la capacidad de muchos grupos y otros tantos proyectos de investigación.

El problema no obedece necesariamente a una mala gestión, sino a la pertinaz falta de fondos motivada por los recortes. Y en igual o mayor medida, a una estructura obsoleta basada en un modelo funcionarial que impide la modernización del CSIC y que, por otro lado, ofrece una extraordinaria resistencia al cambio

Intentos de renovación

Diversos han sido los presidentes del CSIC que han intentado cambiar el estado de las cosas en la institución. Ninguno con éxito, algo de lo que puede dar fe el propio Lora Tamayo, que ya fue presidente en época de José María Aznar. Nombres ilustres como el de Rolf Tarrach, actual rector de la Universidad de Luxemburgo, ya lo habían intentado. A él le explotó en la cara la gestión del hundimiento del Prestige en las costas gallegas, otra metáfora de lo que está sucediendo ahora.

No sería hasta la llegada de Carlos Martínez Alonso como presidente del CSIC y de Cristina Garmendia al frente del extinto Ministerio de Ciencia, que no se acometería el intento de reforma más profundo. No sin tensiones, internas y externas, el CSIC perfiló su organización en forma de agencia estatal.

Se ganaba así, según se defendía en ese momento, capacidad de gestión, flexibilidad en la administración de recursos económicos y humanos y, en suma, un mayor acercamiento a organizaciones científicas equiparables en otros países. Retrasos legales, en especial las referidas a la aprobación de la Ley de Agencias, además de la crisis económica, dejaron la propuesta de momento sin efectos prácticos.

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