Batallas culturales en España

Todos los frentes en España de la Guerra Cultural desde hace dos siglos siguen vigentes. Porque, salvo un breve lapso de tiempo donde la derecha se “civilizó”, con la emergencia de VOX han regresado a lugares muy similares a los de los últimos dos siglos

Manifestación de Colón en Madrid contra el Gobierno de Pedro Sánchez / EFE

Manifestación de Colón en Madrid contra el Gobierno de Pedro Sánchez / EFE

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La pelea política desde la Revolución Francesa se ha movido en el eje izquierda-derecha. Pero ya en ese momento emergen otros ejes que terminarán costándole la cabeza a Robespierre: cuando Olympe de Gouges o los negros de Haití cantan La Marsellesa y reclaman ser ciudadanos, la burguesía dice que eso no es para ellos. De la misma manera, el liberalismo siempre se opuso desde el siglo XVIII al sufragio universal masculino, llegando tal oposición en el caso de las mujeres hasta el siglo XX.

En España, esta pelea entre élites y pueblo, entre mayorías y minorías, entre derechos universales y derechos particulares, entre conservadurismo y progresismo, siempre ha tenido, como no podía ser de otra manera, un relato cultural.

Invariablemente, en el lado del conservadurismo estaba, como principio legitimador, la monarquía y la Iglesia Católica. La Constitución de 1845 del General Narváez, con la inestimable ayuda del lúcido reaccionario Donoso Cortés (que sería una gran influencia en Carl Schmitt, el igualmente lúcido jurista nazi) estableció un principio que aún lastra la democracia española: la soberanía de la Nación solo se expresaba en las Cortes (no en ninguna otra forma de participación popular)  que compartía su mando con la soberanía del Rey. Una monarquía constitucional sin soberanía popular ni nacional.  

Y mucho menos en un país compuesto, algo a lo que pondrían fin los cañones que bombardearon Barcelona en 1714 durante la guerra de Sucesión. La nación se había levantado en 1808 contra Carlos IV por no entender que la monarquía era un depósito de la nación que no podía entregar a Napoleón como si fuera una posesión familiar.

El ser español no ofrecía derechos ‘a la francesa’, sino identidad

Narváez adelantaría lo que luego consagraría Cánovas en la Constitución de 1876: todo el poder que tenga el Rey no lo tendrá la nación, es decir, el pueblo. Por eso el mando de las fuerzas militares siempre se entregó al Rey, un claro contraste con el “pueblo en armas” de la Revolución Francesa.

Y por eso, en vez de derechos, lo que ofrecía el hecho de ser “español” era una identidad, no un catálogo de exigencias sino simbología identitaria que reposaba en la noche de los tiempos, en Don Pelayo, en los visigodos, en una iglesia eterna y en los que han defendido la patria de sus enemigos.

La igualdad entre los españoles, sostiene Xavier Domènech en Un haz de naciones, ofrecía una idea de nación “étnico-cultural” y no política. Por eso, residía en “compartir una historia y una cultura común, una identidad y no unos mismos derechos”.

La derecha española siempre ha sido monárquica, para concentrar en el Rey –con mando de las fuerzas armadas- el poder que no se quería conceder al pueblo. Ha sido católica, como forma de legitimar a la monarquía.

Ha sido, por el peso de la monarquía, el ejército, la iglesia y el peso tradicionalista, necesariamente patriarcal.

Ha sido centralista, para frenar, principalmente, el juntismo y el municipalismo que, no en vano, fue el que provocó  el exilio de María Cristina, la Reina regente de Isabel II, cuando quiso impedir la elección directa del alcalde por los vecinos en 1840.

Y, por supuesto, el regionalismo y las reivindicaciones de los reinos históricos que desafiaban a la burguesía articulada en la corte madrileña. La modernización capitalista en España se hace contra los campesinos. Y por eso los campesinos van a alimentar los ejércitos carlistas y, en el otro extremo, las filas anarquistas.

Cuando se establece el sistema de provincias en 1833, sin ninguna base histórica, se buscaba que desde el centro se controlara desde lo militar, la hacienda y la justicia todos los territorios, en una tensión que quería homogeneizar un país muy diverso.

Aún hoy, para ir de Sevilla a Alicante tienes que pasar por Madrid y la derecha siempre ha pretendido que el castellano sea el único idioma español. La lengua como arma arrojadiza es parte de esa condición centralista de la derecha española.

Ha sido clientelar, y por eso no ha desarrollado un capitalismo competitivo, y ha sido reaccionaria y nacionalista, incapaz de reconocer derechos a las mayorías.

Ha sostenido su poder en el recurso constante al ejército y a la oferta identitaria basada en la bandera, en la religión, en una españolidad imperial y eterna basada en mitos y mentiras, y en el relato de la constante conspiración contra España por parte de potencias extranjeras. Y, sobre todo, amenazada por los “antiespañoles”, es decir, por los compatriotas que tenían una idea diferente de España.

España la vive la derecha como una pertenencia y por eso creen que tienen derecho a echar de su casa al Vicepresidente Pablo Iglesias y a la Ministra de Igualdad Irene Montero (o decirle a la gente de Podemos dónde pueden o no pueden comer).

Ha sostenido su poder en el recurso constante al ejército y a la oferta identitaria basada en la bandera, en la religión, en una españolidad imperial y eterna basada en mitos y mentiras

Y, por supuesto, de la Constitución de 1978 le interesan, sobre todo, los artículos que entregaron a los padres de la Constitución los militares (sobre la indivisible unidad de España y sobre el papel de los militares en la defensa de la unidad de España).

Esta condición reaccionaria y nacionalista estrecha, sostenida sobre un relato excluyente, explica el necesario recurso permanente al adoctrinamiento en la escuela, en la producción cultural, en la Iglesia y en los medios de comunicación.

La derecha española siempre ha quemado libros (en la Transición quemaba librerías) y nunca ha faltado un cura santificando esa hoguera. Que le pregunten a Alonso Quijano.

La derecha española siempre ha quemado libros (en la Transición quemaba librerías) y nunca ha faltado un cura santificando esa hoguera. Que le pregunten a Alonso Quijano.

Desde el siglo XIX, la alternativa a la derecha ha sido, necesariamente, lo contrario: republicana, laica, federalista y municipalista, socialista, comunista y anarquista y progresista. Le ha costado también asumir el feminismo, pero finalmente lo ha incorporado como una batalla necesaria.

Todas las batallas culturales que tiene ahora mismo España beben de esa necesidad arcaica de la derecha española.

La derecha sigue luchando por controlar la educación y los medios de comunicación. Sigue defendiendo la bandera como baluarte principal de la españolidad (acaban de llenar las luces navideñas de banderas en Madrid).

Sigue defendiendo a la monarquía, aun con Juan Carlos I en Abu Dhabi, y sigue sintiendo el catolicismo antiguo como su refugio (por eso no les gusta el Papa Francisco).

La derecha y los «enemigos internos de su idea estrecha de España»

Sigue necesitando enemigos internos de su idea estrecha de España, y por eso necesita constantemente hablar de separatistas, terroristas, comunistas, ateos, feministas, que ponen en peligro esa identidad de España.

Siguen vinculados a una élite empresarial arcaica (que hace regalos a los reyes), se relacionan con la extrema derecha europea y odian al feminismo como una reclamación que pone en cuestión su orden mítico.

Han pasado casi doscientos años desde Narváez. Y sin embargo, las batallas culturales en España siguen pareciéndose muchísimo.


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