La transición inevitable, pero imposible

Es obligación del movimiento ecologista definirse de una vez, tomar decisiones difíciles y pasar de una rebelde adolescencia a una sólida madurez que reclama la sociedad en la que vivimos y a la que nos debemos en cuerpo y alma

Manifestación ecologista en Galicia / Greenpeace

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El Planeta se enfrenta a un escenario incierto que pone en entredicho la propia existencia de la humanidad tal y como la entendíamos hasta ahora. La huella de carbono que estamos infligiendo a los recursos naturales no puede prolongarse por mucho más tiempo ya que, de hecho, año tras año se acorta el cheque que la Tierra nos proporciona. Lo que ya se conoce como el Día de la Sobrecapacidad (DS) llega cada año antes que el anterior. Esa fecha caducó a nivel planetario el 29 de julio de 2021 y este mismo año, irremediablemente, llegará antes. Es nuestra particular deuda interior que debemos de pagar como la gran factura por un crecimiento ya inasumible para un mundo exhausto y al borde del coma. España llegó al día S el 25 de mayo de 2021. En cinco meses devoramos lo que tendría que habernos durado doce. Algo estamos haciendo mal. Muy mal.  

La enorme crisis energética que atravesamos debería hacernos recapacitar acerca de la inviabilidad de un sistema productivo insostenible y obsoleto. Está en juego mucho más que la propia supervivencia de la especie en condiciones aceptables; lo que nos jugamos, ya cerca de un punto de inflexión irreversible, es un marco físico mínimamente habitable que permita asegurar y garantizar la habitabilidad de las futuras generaciones y de los principales ecosistemas, siempre teniendo en cuenta que la extinción a pequeña escala de algunas especies puede generar un efecto dominó de imprevisibles consecuencias. Ese efecto mariposa que decide la diferencia entre el mantenimiento o la finalización ya está empezando a producirse. Muchos biotopos están tocados a causa del abuso y sobreexplotación y no sirven ya de hábitat para poblaciones enteras de anfibios e insectos, la base alimentaria de animales superiores que forman el conjunto de la biocenosis. Abandonar a su suerte a los humedales es un suicidio y castigar sin piedad las zonas aún no degradadas con abonos nitrogenados y pesticidas es como pegarnos un tiro en el pie, porque de ellos depende en gran medida una biodiversidad nunca tan amenazada como en los tiempos que nos toca vivir. 

La supervivencia en el mundo rural ha entrado en franca confrontación con unas fuentes de energía que, paradójicamente, se conocen como renovables

 Y en esas estamos cuando un movimiento como el ecologista, que tendría que abanderar un cambio factible, ilusionante y sostenible, se encuentra entre la espada y la pared y sumido en un terrible escenario, en un dilema de difícil solución. La llamada “transición energética” es percibida ya por una gran parte de la sociedad como un tremendo desbarajuste que no puede ser entendida si no es convenientemente explicada y asumida por la población en su conjunto. No estar a la altura de las circunstancias por falta de cintura supondrá irremediablemente el final de una corriente que, le guste o no a ciertos poderes políticos y mediáticos, ha condicionado la articulación de la ciudadanía a lo largo de las últimas décadas.  

En esta encrucijada maligna y de momento irresoluble, las plataformas sociales de afectados por los parques eólicos y las plantas fotovoltaicas, que invaden sin piedad un territorio ya castigado por el abandono y la despoblación, asumen un protagonismo que hasta ahora permanecía aletargado. La gran mayoría silenciosa se rebela y lucha por un futuro al que tiene derecho y el Estado no le reconoce, abrumado por la imperiosa necesidad del suministro eléctrico. 

La lucha por el derecho a la supervivencia en el mundo rural ha entrado en franca confrontación con unas fuentes de energía que, paradójicamente, se conocen como renovables. Eso sí, a costa de hipotecar el futuro de los territorios en los que se asientan. Al fin se presenta en toda su crudeza la dicotomía entre renovabilidad y sostenibilidad, tal y como identificamos a ambos términos en su actual y pernicioso enfrentamiento, ya que se encuentran sometidos a un escenario que obliga a elegir.  

O se asume que debemos restringir el consumo y caminar hacia una soberanía energética o estamos condenados a un abismo

Europa se enfrenta ya en estos momentos a un cruce de caminos definitivo. O se asume sin paños calientes que debemos restringir el consumo y caminar hacia una soberanía energética o estamos condenados a un abismo irresoluble en el que una gran parte de la población caerá sin remisión en la pobreza energética y en el NO ACCESO a muchos bienes materiales, como la alimentación o la vivienda.  

Es obligación del movimiento ecologista definirse de una vez, tomar decisiones difíciles y pasar de una rebelde adolescencia a una sólida madurez que reclama la sociedad en la que vivimos y a la que nos debemos en cuerpo y alma.  

Es nuestra obligación abandonar viejos dogmas y parálisis permanentes que están siendo instigados y alimentados por quienes no quieren otra cosa que la DESAPARICIÓN FÍSICA de un movimiento que sigue siendo útil, pero que puede dejar de serlo y convertirse en un juguete en manos desaprensivas si no se decide lo que toca.  

Es nuestra obligación transmitir a la sociedad que no somos un obstáculo, sino una NECESIDAD. Que todo lo mucho y bien hecho hasta ahora no puede pasar a formar parte de una historia vergonzante, sino de un patrimonio inmaterial que no es nuestro, sino de todos. 

Es nuestra obligación empezar a formar parte de la solución y no del problema. Que quienes algún día confiaron en aquellos jóvenes rebeldes ahora se sientan representados por los mismos que asumen aquel viejo lema: “Si a los veinte años no tienes corazón, estás muerto. Pero si a los sesenta no tienes cabeza, también lo estás”.  

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