Predicar y no dar trigo
En España se consumen 36,5 millones de toneladas de cereales; nuestra producción no cubre ni el 60% de nuestro consumo
Está instalada en nuestro acerbo cultural la creencia de que España siempre ha sido una potencia cerealista y que las estepas de Castilla albergaban en sus campos de soledad una riqueza insondable de mares dorados de espigas. Sin embargo, esa no es exactamente la realidad. Ya nos gustaría.
España produce a fecha de hoy poco menos de la quinta parte de Francia, líder europeo en trigo blando. Tanto nuestro país vecino como Alemania nos llevan una gran ventaja productiva, gracias a las mejoras que han ido introduciendo en las variedades empleadas y en la eficacia productiva de las superficies sembradas.
Francia cosechó en 2020 (casi el peor año de la década) cerca de 30 millones de toneladas, mientras España no llegaba a siete. Un abismo de más de 23 millones de toneladas.
El año pasado, 2021, la diferencia entre ambas producciones fue de más de 30 millones de toneladas, lo que se acerca a la media histórica de los últimos 20 años. Y las previsiones para 2022 son aún más pesimistas, ya que está prevista una caída de la producción total de cereales en España de casi un 7%. Superaríamos por poco los 21,5 millones de toneladas.
Si tenemos en cuenta que en España se consumen 36,5 millones de toneladas de cereales, es decir, 100.000 toneladas diarias, es fácil llegar a la conclusión de que nuestra producción no alcanza ni a cubrir el 60% de nuestro consumo. Un escenario francamente desolador.
Un dislate de semejante envergadura no puede ser entendido bajo una óptica estrictamente racional. Las explicaciones de esta surrealista situación tienen que ser observadas desde una perspectiva histórica.
En efecto, las superficies dedicadas al trigo en toda Europa han sufrido altibajos, pero las diferencias entre los países productores han sido muy llamativas. Salvo las caídas en Francia y España por las guerras, la evolución del trigo francés ha derivado hacia mayores superficies y mucho mejores producciones, mientras el español entraba en una dinámica de progresiva decadencia, pasando a ocupar en estos momentos un puesto marginal.
Con la entrada en vigor en España de la PAC, España tuvo que aceptar la hegemonía de otros países europeos, como Francia
Durante todo el siglo XX y lo que va transcurrido del XXI, las producciones en Tm. / Ha de España han sido las más bajas de los cuatro países europeos analizados en varios estudios especializados.
Una vez visualizado este negro panorama, es necesario explicar por qué se ha llegado al escenario de insolvencia alimenticia que nos afecta, una vez eliminado el SENPA y abandonados a la ruina los almacenes de cereales en toda España.
Entre los años 1945 y 1986 se construyeron 663 silos y 275 graneros con una capacidad total de 2.684.947 toneladas; hasta el 29 de mayo de 1984 , la producción del trigo funcionaba en régimen de monopolio estatal, sometido a precios de intervención que garantizaban su compra por el Estado a dicho nivel. El fin del régimen de monopolio triguero y la incorporación de España a la Unión Europea en 1986, condicionan una intervención mucho más limitada y causan una significativa limitación de los índices de utilización de los silos y graneros.
Por tanto, la entrada en vigor en España de la PAC ha supuesto una evidente intervención en la soberanía estatal previa del sector cerealista, ya que España tuvo que aceptar la hegemonía de otros países europeos, como Francia, líder absoluto de producción.
La miopía de la UE a la hora de forzar a toda costa una transformación energética ha provocado el efecto contrario al esperado
La PAC no es solo un mecanismo regulador, sino que funciona como un sistema cuasi arancelario en cuanto a la cosecha de cereales, estableciendo límites y dirigiendo la producción hacia variedades subvencionadas, como el trigo duro y el girasol, que no ingresan al mercado y sumen a España en un escenario subvencionado y subsidiado, a costa de neutralizar nuestra capacidad productiva. En este teatrillo de las vanidades, el Estado seguirá dependiendo de las importaciones desde Europa y países terceros hasta el fin de los días.
La PAC ha sido una gran decepción para todas las partes y no solo para los agricultores y ganaderos. Quienes formamos parte de un movimiento ambientalista alejado de los radicalismos ideológicos imperantes, tampoco podemos alegrarnos de que el Pacto Verde se convierta en la próxima víctima de la PAC, que no tendrá ya nada que ver con la que estaba prevista para el siguiente periodo 23-27.
El conflicto bélico en el corazón del granero de Europa tampoco augura nada bueno y supondrá un indiscutible punto de inflexión en las relaciones comerciales dentro de la UE. Nos asomamos a un continente multipolar que dejará de seguir una senda globalista que había entrado ya en cuestión e incluso puede comprometer los objetivos de la Agenda 20-30.
La miopía de la UE a la hora de forzar a toda costa una transformación energética y de hábitos de consumo ha provocado el efecto contrario al deseado y lo mismo está pasando con el sector del trigo español, rehén de un equilibrio inestable de poderes políticos que ignoran que el campo es un pilar fundamental para el mantenimiento del equilibrio ecológico de Europa.
Las estepas cerealistas son el hábitat propio de especies en peligro de extinción, como la avutarda o el sisón y la reducción de superficies puede suponer la puntilla definitiva a una biodiversidad ya en serio peligro a estas alturas de la película.
La inseguridad que tienen que afrontar ganaderos y agricultores ante un futuro incierto, no ayudará para nada a que el campo se repueble y se vuelva a convertir en un motor social de primer orden.
Es obligación de una UE que mire a la articulación y el equilibrio demográfico fijar población en el mundo rural e ilusionar a las próximas generaciones para coger en sus manos una bandera por desgracia ya muy descosida. Una Europa sin límites, que garantice a los pobladores del campo una soberanía productiva y energética que les compense y de las que hoy carecen. Y hay que hacerlo ya.
El viejo sistema no ha muerto y el nuevo no acaba de nacer. Pero es un deber inexcusable de quienes dirigen este viejo continente europeo liderar una transición justa. Pero justa para todos y no a costa de nadie. Y a una velocidad razonable que no descosa las costuras de un mundo rural tan frágil como absolutamente precioso e irrepetible y del que depende nuestra subsistencia.