Nos estamos envenenando

Además de cargarnos nuestro planeta/hogar y a sus inquilinos, incluidos los humanos (como en las guerras), también nos podemos estar envenenando nosotros mismos

Una abeja vuela este martes entre las flores silvestres de lavanda que crecen en la península del Cabo, Sudáfrica

Una abeja vuela este martes entre las flores silvestres de lavanda que crecen en la península del Cabo, Sudáfrica. EFE/ Nic Bothma

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No me voy a referir al panorama que describen los hechos de nuestro mundo, tanto en el día a día como a lo largo de los años y siglos, en el que está claro que no paramos de «pegarnos tiros en los pies», como se suele decir. Ampliando –tanto en intensidad como en ámbitos– este mal comportamiento y costumbre al resto del entorno, que tratamos sin miramiento alguno e, incluso, con desprecio.

Como está ocurriendo con los insectos, gracias a los cuales podemos alimentarnos, pero que estamos aniquilando a un ritmo que, según los expertos, ya supera al impacto de la extinción de los dinosaurios. Nada más y nada menos se calcula que, en Europa occidental y desde 1990, ha desaparecido el 75% de la población de estos invertebrados. Incluso, hay quien antepone tal catástrofe a la del cambio climático, ya que puede ser más inmediata, casi que de un año para otro. Y si no hay polinización, cuyo valor económico estimado rondaría los 153 mil millones de euros al año (Gallai et al.; 2009) y de la que dependen prácticamente la mitad de los productos que consumimos, adiós alimentos –ni vegetales, frutícolas o animales que se alimentan de los mismos–; y si no hay alimentos, a ver qué ocurre.

Se calcula que, en Europa occidental y desde 1990, ha desaparecido el 75% de la población de insectos

Pero no acaba ahí nuestro especial –y resulta que pingüe para algunos– «modus operandi». Además de cargarnos nuestro planeta/hogar y a sus inquilinos, incluidos los humanos (como en las guerras), también nos podemos estar envenenando nosotros mismos. Algo que ya viene de antes, como cuando la exministra de Medio Ambiente, Cristina Narbona, se hizo un análisis de sangre testimonial y tenía 43 de las 103 sustancias tóxicas buscadas, aunque otras fuentes dijeron que fueron 52 los positivos encontrados. Y eso que, por ejemplo, en Europa ya estaba prohibido el DDT, relacionado con el cáncer, pero que nos llegó igual.

Esto fue en el año 2004, continuando después con los «perfluorados» en el tefal y el goretex (que causan infertilidad); los «ftalatos», también disruptores endocrinos y relacionados con la obesidad, presentes en la perfumería, desodorantes, geles de baño y cremas, incluso encontrándose restos en tetinas y biberones; así como los gravísimos efectos hormonales estrogénicos o antiandrogénicos de la «benzofenona» o cetona, el «canfeno» y «metil oxi ciclamato», presentes en los productos cosméticos. Mientras que los detergentes convencionales que utilizamos cambian la solubilidad de las grasas y de las proteínas, lo que altera el funcionamiento de las membranas celulares de los seres vivos. Más el «bisfenol» de los plásticos; por no hablar también de todos los conservantes, colorantes, espesantes y «Es» que tienen multitud de productos alimentarios, etcétera. Pero es que, por si fuera poco o además, desde hace unos veinte años se ha incrementado por 48 la incidencia o efecto de los insecticidas y pesticidas; es decir, que no hemos corregido sino que hemos aumentado exponencialmente semejante despropósito.

Con el descubrimiento en 1990 de los «neonicotinoides» como eficaz insecticida, por medio de una concentración química dirigida directamente a las semillas, se consigue que las plantas se impregnen de esta sustancia desde las raíces hasta las hojas y también sus frutos. Con lo cual, ni lavando las hortalizas, las verduras o las frutas que nos comemos nos libramos de estar ingiriéndolos; además de comernos los animales que también alimentamos con esas plantas. Y si esto mata a todos los insectos, tanto los terrestres como los aéreos, porque destruye su sistema nervioso central, a ver qué es lo que puede estar operando en nosotros mismos. Por ejemplo y para empezar, ya se ha observado un aumento de los casos de cánceres de sangre (linfomas, leucemias, y mielomas) y hay evidencias importantes de la relación entre los cánceres y tumores pediátricos en niños que viven cerca de las granjas que emplean estos productos.

Aunque la comunidad científica es plenamente consciente de los peligros, estos neurotóxicos se venden como si fueran una receta milagrosa para los agricultores

Aunque la comunidad científica es plenamente consciente de los peligros, estos neurotóxicos se venden como si fueran una receta milagrosa para los agricultores; mientras que las empresas agroquímicas y sus lobbies se han agenciado el control científico y político; por ejemplo, impidiendo mediante argucias jurídicas, burocráticas, contrainformes y de todo tipo, que en Europa entre en vigor la prohibición aprobada hace 30 años contra la extinción de las abejas, pero todavía sin aplicar. Siendo la gran pregunta: ¿por qué o para qué?. Y la respuesta la que viene siendo habitual en todos estos casos: para el lucro de unos cuantos, para la sed insaciable de avaricia que nos invade y afecta cual peor plaga o pandemia, aunque sea desconocida y pase desapercibida para la mayoría de personas y a lo largo de siglos.

Es decir que, en aras de los beneficios, algunos químicos y empresarios se han apropiado del derecho a la vida y a la muerte de todos los seres vivos. Algo que recuerda a los malvados de películas y series que pretendían acabar con el mundo, pero esta vez de verdad. En este caso y en concreto, según datos analizados por Unearthed –una organización periodística independiente financiada por Greenpeace y la ONG suiza Ojo Público–, en 2018 las ventas de este tipo de pesticidas generaron ganancias (no volumen de negocio sino beneficios netos) por encima de los 5.000 millones de dólares entre las principales multinacionales del sector: Monsanto, BASF, Bayer, Corteva, FMC y Syngenta; correspondiendo la cuarta parte de sus ventas a productos vinculados a efectos sobre la salud humana. Algo que, por supuesto y como lleva ocurriendo siempre en estos casos (tabaco, cambio climático, plomo en la gasolina, los CFC, las emisiones contaminantes, etcétera), niegan los responsables y las autoridades permiten, mediante las consabidas prebendas, hasta que la catástrofe ya sea inevitable.

Esto se puede ver y es lo que se desprende de sendos documentales emitidos este fin de semana, el sábado 15 de octubre, en el espacio La noche temática de La 2 de RTVE, cuyos títulos ya son lo bastante elocuentes: «Pesticidas: lento veneno» e «Insecticidas, licencia para matar». Resultándome especialmente significativo el segundo, ya que al principio pensé que era una licencia –valga la redundancia– de los autores para destacar o llamar la atención sobre su obra; pero que al verlo y escucharlo te das cuenta de que no es simplemente un título llamativo sino que, en realidad, parece que hay gente que puede estar matando impunemente, con el plácet del sistema o sin que le ocurra nada y, encima, forrándose con ello. Pero por si a alguien todavía no le queda claro, el propio programa tituló su doble entrega con el nombre común de «Tóxicos en tu plato».

Lo que, por desgracia y una vez más o por otro motivo, vuelve a darle la razón a Albert Einstein cuando dijo aquello de que había dos cosas infinitas, el universo y la estupidez humana, y que de lo primero no estaba seguro. Ampliando en mi caso este dicho a nuestra codicia y/o avaricia, ya que también parecen no tener límites, ni tan siquiera nuestra salud o a nosotros mismos.

El caso es que, extrapolando nuestro «desarrollo» y «evolución» a este respecto, cualquiera de nosotros, como Cristina Narbona, podría tener unas cincuenta veces más toxicidad en su organismo que hace veinte años. Pero qué es o supone eso comparado con los beneficios económicos de unos pocos.

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