| Economía Natural

Punto existencial de no retorno (II)

Claramente somos los mayores “ecocidas” del planeta, un delito que se está intentando contemplar en unos pocos ordenamientos jurídicos y un título que, sin duda, hemos hecho constar destacadamente en nuestro currículum como especie

Impacto del vertido del pertrolero Prestige sobre la fauna / Reuters

Impacto del vertido del pertrolero Prestige sobre la fauna / Reuters

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Aunque por el momento vamos “a bordo”, sin embargo, el primer “punto de no retorno” de esta “nave” Tierra que ya hemos hecho sobrepasar tiene que ver con la destrucción de la biodiversidad, de la vida misma y, con ello, de la dinámica ecológica de millones de años. De hecho y según los expertos, a día de hoy nos encontraríamos en una “Sexta extinción masiva”, motivada por nuestro (mal) comportamiento y con tasas de exterminio de 100 a 10.000 veces mayores que las consideradas naturales.

De acuerdo al Informe Planeta Vivo 2020, de la World Wildlife Fund (WWF), durante los últimos cincuenta años las poblaciones de mamíferos, aves, peces, reptiles y anfibios han disminuido un 68% de promedio. Y del 30% de vida animal salvaje que todavía no nos hemos cargado, la Unión Internacional para la Conservación de la Naturaleza (UICN) manifiesta que, aproximadamente, un 11% de las aves, un 20% de los reptiles, un 34% de los peces y un 25% de los anfibios y mamíferos están en peligro de extinción. Señalando igualmente al 40% de las especies vegetales, incluidas un 30% de las plantas que nos sirven de alimento. Mientras, según la ONU, un millón de especies de animales y plantas están amenazadas y podrían desaparecer en pocas décadas, si no se toman medidas urgentes.

Así que, incluso sin contar con la masacre que también estamos cometiendo en ámbitos menos visibles (insectos, plancton, microorganismos, etcétera), ni tampoco con nuestras propias autoaniquilaciones (guerras y todo tipo de muertes por violencia); claramente somos los mayores “ecocidas” del planeta. Un delito que se está intentando contemplar en unos pocos ordenamientos jurídicos y un título que, sin duda, hemos hecho constar destacadamente en nuestro currículum como especie.

No sé en cuánto se puede cuantificar el valor o coste de una especie, pero desde luego no somos conscientes de todo lo que implica la extinción de cualquiera de ellas, aunque sea la de la rana arcoíris.  Teniendo en cuenta que han sido necesarios miles o millones de años y recursos, generación tras generación, seguro que cualquier individuo o ser de este planeta supone una inversión más que megamillonaria en nuestros términos económicos, ya que los evolutivos parece que todavía nos cuesta concebirlos. Es decir, que si pudiéramos traducir cuánto cuesta una especie en dinero, el valor humano más común y aceptado, seguramente que por fin nos daríamos cuenta de la inconmensurable pérdida y despilfarro que estamos cometiendo. Por no hablar ahora de lo valiosa que es la vida de cualquier persona.

Adoramos y valoramos ingentemente materiales inertes como el oro o los diamantes, con unos costes de todo tipo inconcebibles; desde medioambientales a humanos

Además de catastrófico, violento y malo, este desprecio y destrucción de lo biológico supone un claro referente de la falta de madurez que todavía rige en nuestro devenir y cultura como especie, a pesar de considerarnos los más inteligentes. A estas alturas en que ya hemos salido al espacio y hemos visto y conocido algo del inmenso Universo, resulta que lo único que todavía no hemos encontrado es, precisamente, vida; solo en nuestro planeta. Lo que hace o convierte a la Tierra en algo así como un tesoro del Universo de valor incalculable, quizá una auténtica Arca Universal.

En cambio, adoramos y valoramos ingentemente materiales inertes como el oro o los diamantes, existentes en otras latitudes (incluso en planetas como Júpiter y Saturno llueven diamantes, según un estudio de la Universidad de Winsconsin-Madison) y aquí con unos costes de todo tipo inconcebibles; desde medioambientales a humanos, como por ejemplo pone de manifiesto la película Diamante de sangre (Edward Zwick; 2006) o la popular y precisamente conocida como “fiebre del oro”.  Mientras, por lo general o comúnmente, no valoramos la vida más allá de la propia y allegados. Y todavía menos las demás y diversas formas de tan único y preciado resultado evolutivo.

Diamante de Sangre (Edward Zwick)

Un valor que pone bien de manifiesto, por ejemplo, la conocida como “paradoja del Boeing”, según la cual es más probable que las piezas de este avión, dispuestas sueltas en el suelo de un hangar, se monten al paso de un tornado que se produzca la vida. Como en la Tierra y por lo de ahora ha resultado abundante, no le damos la categoría que tiene, nada menos que a escala universal (y viceversa, supervaloramos piedras, eso sí, preciosas). Incluso somos tan inconscientes, irresponsables, negligentes y estúpidos a este respecto que la “tiramos por la borda”.

Empleando una expresión común, “ni por todo el oro del mundo” merece la pena cualquiera de las extinciones que estamos provocando. Lo que también recuerda al relato mitológico del Rey Midas, cuya enfermiza obsesión por el oro (la que da “fiebre”) le llevó a pedirle al dios Dionisio convertir en tal metal todo lo que tocase; siendo la moraleja que vale más cualquier cosa natural, como los alimentos que no podía comer y por eso murió de inanición, y sobre todo viva, como su propia hija a la que convirtió en oro al abrazarla. Nosotros convertimos en dinero bosques, colmillos (de elefantes, rinocerontes), pieles de animales, etcétera. Mientras que otra frase que, medio en broma, traigo a colación es la que, según los relatos históricos o shakesperianos, dijo el rey inglés Ricardo III: “¡Mi reino por un caballo!”, pero no era precisamente en el sentido aquí explicitado.

En cuanto al segundo límite planetario en el que también hemos rebasado el punto de no retorno, es el que alimenta de nutrientes básicos a tierras, aguas, animales y plantas: los llamados flujos de nitrógeno y fósforo. En concreto, mientras que en el del fósforo lo estamos subsanando, en el del nitrógeno ya no hay vuelta atrás.

Aunque la mayor parte de la atmósfera que respiramos (78%) es nitrógeno, al ser extremadamente soluble, las actividades humanas como la quema de combustibles fósiles, el uso de fertilizantes y las aguas residuales han alterado drásticamente su ciclo, pues no llega a la tierra sino que mucho se disuelve, sobre todo en el mar; por lo que tampoco llega a las plantas ni, siguiendo la cadena trófica, a los animales, incluidos nosotros. Con lo cual y entre otras muchas posibles consecuencias, por ejemplo la hambruna a escala planetaria puede que “esté servida”.

Además, ello afecta gravemente al equilibrio de la biosfera, al medio ambiente y a nuestra salud, ya que todos los seres vivos contamos con una gran proporción de nitrógeno en nuestra composición química y es un elemento básico de las proteínas y el ADN. Su alteración tiene consecuencias tales como pérdida de biodiversidad, incremento de gases de efecto invernadero, reducción de la calidad del aire o aumento de enfermedades respiratorias, desde asma a cáncer o edema de pulmón.

Y no acaban aquí nuestros desaguisados y deméritos existenciales para con el planeta que tenemos por hogar, pues los que pueden ser considerados méritos (construcciones, tecnología, salud, avances científicos y demás) han sido casi unilaterales, es decir, en nuestro único o exclusivo beneficio. A ver para qué.

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