Atrofalaxia

Nos bombardean con noticias, imágenes y videos que exigen una reacción inmediata, pero que rara vez nos permiten detenernos a realmente entender o asimilar lo que estamos viendo; es como si la incapacidad de sentir (la atrofalaxia) se inoculara en nuestro día a día y los hechos importantes se vuelven titulares fugaces que consumimos rápido y olvidamos igual de deprisa

Varias personas durante una manifestación no autorizada y promovida por grupos de ultraderecha en redes sociales, a 15 de julio de 2025, en Torre Pacheco, Murcia (España)

Varias personas durante una manifestación no autorizada y promovida por grupos de ultraderecha en redes sociales, a 15 de julio de 2025, en Torre Pacheco, Murcia (España). Edu Botella / Europa Press

Vivimos en una época en la que la inmediatez y la superficialidad rigen nuestros vínculos humanos, ya sea en persona o digitalmente. En este contexto, la atrofalaxia se consolida como un término cada vez más acertado, ya que es lo contrario a la “trofalaxia”, concepto vinculado al comportamiento de determinadas especies del reino animal, como las hormigas o las abejas, que se comunican, ayudan e, incluso, alimentan mutuamente.

También es un término relacionado con algo que se da en muy pocas especies, entre ellas la nuestra (aunque parece que cada vez menos): la Eusocialidad (lo bueno o mejor para la sociedad), de la que ya he escrito en este espacio y que se refiere a cómo la cooperación y el cuidado mutuo son fundamentales para la supervivencia y el desarrollo de los individuos, de la comunidad y de la especie.

Sin embargo, tanto en lo que concierne a la trofalaxia como a la eusocialidad, lo que está sucediendo en nuestra sociedad globalizada es un giro opuesto: la indiferencia y la deshumanización se enfatizan constantemente y cada vez más.

La primera vez que escuché el término “atrofalaxia” fue al gran naturalista y defensor del medio ambiente Félix Rodríguez de La Fuente. A través de su trabajo, ya de aquella, estaba denunciando lo que estábamos haciendo con nuestro planeta, advirtiendo de la acuciante necesidad de cuidar la Tierra. Pero la idea era más amplia, no se refería solo al medio ambiente, sino que también se podía aplicar a cómo nos comportamos entre nosotros mismos. Resultando sintomático, preocupante y evidente que la atrofalaxia que él mencionaba resuene tanto hoy al observar nuestra existencia, donde la atrofia de nuestra sensibilidad como seres parece haberse extendido y cronificado cual peste.
           

Al igual que los miembros de una colmena trabajan en conjunto para el beneficio de su comunidad, nosotros también deberíamos aspirar a una mayor conexión y apoyo mutuo. Sin embargo, en lugar de eso, la atrofalaxia que padecemos nos está llevando a una cultura caracterizada por la desconexión emocional. Cuando vemos imágenes desgarradoras de conflictos, desastres naturales o crisis humanitarias, las respuestas muchas veces se reducen a un simple emoticono o a un comentario superficial. Esa despreocupación y desistimiento resultan alarmantes y plantean serias cuestiones sobre nuestra humanidad. ¿Cada vez nos cuesta más empatizar con el dolor o la necesidad de los demás?

Nuestro mundo está saturado de estímulos que no nos dejan concentrarnos en casi nada. Las redes sociales, por ejemplo, juegan un papel muy importante en esto. Nos bombardean con noticias, imágenes y videos que exigen una reacción inmediata, pero que rara vez nos permiten detenernos a realmente entender o asimilar lo que estamos viendo. Es como si la incapacidad de sentir (la atrofalaxia) se inoculara en nuestro día a día. Los hechos importantes se vuelven titulares fugaces que consumimos rápido y olvidamos igual de deprisa.

Y no es solo que perdamos sensibilidad de forma individual, sino que eso también afecta a cómo respondemos colectivamente a grandes problemas, como el cambio climático, la desigualdad, la diversidad, las migraciones o cualquier tipo de conflicto, ya sea global o incluso en nuestras propias comunidades.          

La toma de conciencia sobre la atrofalaxia puede ser el primer paso hacia un cambio positivo

Un buen ejemplo de esto es la indiferencia ante el cambio climático. Miles de científicos nos alertan sobre las consecuencias graves que ya estamos padeciendo: incendios, inundaciones, olas de calor… Sin embargo, la mayoría parece aceptar estos desastres como algo “normal”, casi como si fueran parte del paisaje. Cuando debería ser motivo de alarma urgente, muchas veces terminan siendo solo más noticias entre muchas otras, algo que relegamos a un segundo plano sin sentir la verdadera gravedad. La tragedia que representa el sufrimiento del planeta y de tantas personas a causa de esta crisis ambiental se convierte así en un murmullo distante, algo a lo que nos vamos acostumbrando sin realmente actuar. En este sentido, la atrofalaxia actúa como un velo que impide que sintamos la gravedad de la situación.

Este síntoma también se ve reflejado en la forma en que respondemos a la desigualdad social. El aumento de la pobreza y de la marginación se han vuelto parte del panorama en muchos lugares. Las noticias acerca de comunidades y personas necesitadas de lo más básico o sin hogar provocan menos reacciones que el último escándalo mediático. En lugar de sentir compasión, muchos optan por la indiferencia. Esta falta de empatía es un (otro) signo de atrofalaxia, donde la exposición constante a la injusticia transforma lo que debería ser indignación en resignación.
           

Además, el fenómeno de la migración y de la xenofobia ponen de manifiesto cómo estamos llevando la atrofalaxia al extremo. Líderes de todo el mundo, incluso elegidos por cientos de millones de personas, o las declaraciones de ciertos partidos políticos en muchos países, como España, evidencian una creciente deshumanización hacia quienes se les quita y necesitan un espacio y oportunidades de vida.

Una muestra reciente a nivel nacional es el caso de Torre Pacheco, donde se han generado tensiones y violencia alrededor de los inmigrantes; lo que revela cómo la falta de empatía puede llevar a la polarización social y al rechazo hacia aquellos que, como es normal, procuran un lugar seguro y digno.

Pero, por desgracia, solo es una muestra. Si la trofalaxia consiste en (ayu)darnos unos a otros, la atrofalaxia también se está caracterizando por (apuña)darnos violentamente entre nosotros. Como otras enfermedades y mala salud sociales descritas en el anterior artículo (Una llamada a la reflexión global) y en el que trataba de nuestro actual vacío existencial (Agenesia), también se puede apreciar esta otra lacra, por ejemplo, en la muerte a patadas de Samuel Luiz ─en A Coruña─ por la homofobia de sus atacantes, o en las “manadas” imponiendo por la fuerza su libido, o en las víctimas ─directas o vicarias─ de la violencia de género, etc.
           

Sin embargo, no todo está perdido. La toma de conciencia sobre la atrofalaxia puede ser el primer paso hacia un cambio positivo. Si bien este fenómeno puede parecer abrumador, hay espacio para cultivar una nueva forma de interacción, más empática y consciente. La clave puede estar en la educación emocional y en el fomento de espacios de diálogo que nos permitan reconectar con nuestras naturales eusocialidad y trofalaxia, que suponen lo bueno o mejor para nosotros y para el resto del planeta.

Esto implica fomentar la reflexión sobre nuestras propias reacciones ante las injusticias y los problemas ajenos. Para lo cual, las iniciativas comunitarias que fomentan la sensibilización a este respecto son fundamentales. Al organizar acciones que promuevan la empatía y la comprensión, podemos empezar a combatir los efectos desensibilizadores de la atrofalaxia. Proyectos que apoyen a comunidades vulnerables, campañas de concienciación sobre el medio ambiente o programas educativos son, claramente, más beneficiosos que los discursos y acciones de odio que nos envenenan, tanto individual como socialmente.

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