Una llamada a la reflexión global

Es imposible no darse cuenta de cómo tanto un entorno, el externo, como otro, el propiamente humano, se están degradando y deteriorando. Si analizamos la situación, en las últimas décadas hemos experimentado un agravamiento de todas las formas de tensión y conflictos

Hombre observa los edificios de la ciudad de Dhaka / Juan Jim / Unsplash

Hombre observa los edificios de la ciudad de Dhaka / Juan Jim / Unsplash

Vivimos en un mundo donde todo parece estar conectado pero, paradójicamente y al mismo tiempo, muchas cosas están desencajadas. Nuestra propia salud, la de nuestra sociedad y la del planeta no parecen estar bien. No solo nos enfrentamos a crisis que son visibles, como conflictos o cambios climáticos, sino también a otras más silenciosas, aunque igual de urgentes, como ideas bien fabricadas acerca de nuestros odios o un aumento alarmante de la soledad, la angustia, el estrés, la depresión o el suicidio. Todo eso nos dice que algo está mal no solo en el mundo exterior, sino también en nuestro propio mundo.

Es imposible no darse cuenta de cómo tanto un entorno, el externo, como otro, el propiamente humano, se están degradando y deteriorando. Si analizamos la situación, en las últimas décadas hemos experimentado un agravamiento de todas las formas de tensión y conflictos, demostrando ser capaces de multiplicar la violencia no solo en las más de 60 guerras o conflictos armados (desde civiles, internacionales, étnicos, territoriales…), sino también en nuestras políticas, diplomacias, economías, calles, espacios virtuales, en la convivencia, en las formas en qué consideramos lo ajeno…

Junto a ello, el cambio climático, la desaparición de especies y biodiversidad, la utilización ilimitada de recursos… Son solo algunos de los síntomas de una alianza fallida entre los seres humanos y el mundo que habitamos. Y las consecuencias de ello no son solo el deterioro del planeta, sino de la vida misma, de nuestra salud física y mental.

Todo ese ambiente de tensión, de fricción constante, tanto con el medio como entre nosotros, acaba cobrando su precio: soledad, ansiedad, tristeza o enfermedades que, en muchos casos, terminan en situaciones trágicas e irreversibles. Por ejemplo, según la Organización Mundial de la Salud (OMS), la depresión es una de las principales causas de discapacidad en el mundo. Sin embargo, no es un problema individual, como ya reconoce la psiquiatría, sino social.

El sociólogo Emile Durkheim ya lo dijo hace más de un siglo con respecto al suicidio, que no se debe únicamente a cuestiones personales o psiquiátricas, sino que está muy ligado al contexto en el que vivimos, a la anomia o falta de integración social. Lo que también se puede aplicar al estrés, a la angustia, a la depresión, etcétera. Hoy en día, millones de personas cargan con expectativas imposibles, viven atrapadas en la comparación constante o, simplemente, sienten que no encajan en ningún lugar.

Detrás de todo esto está el peso y la presión del modelo social imperante, puesto que vivimos en una cultura que parece valorar más lo que poseemos que lo que sentimos. Las redes sociales, los valores imperantes (como la fama, la riqueza o el poder), incluso ciertos métodos educativos, nos bombardean con ideas de éxito basadas en tener más, comprar más, mostrar más.

Así, los modelos de vida, económico o social nos está pasando factura; es más, ya estamos pagando las consecuencias. El clima cambia de formas impredecibles y amenazantes, la biodiversidad se extingue, el aire y el agua se contaminan y, como humanidad, cada vez estamos más infelices, insatisfechos, en muchos casos, enfermos emocionalmente o, también, más solos (por ejemplo, unas 8.000 personas fallecieron el año pasado en el Reino Unido sin que nadie se enterase, o en el 40% de los hogares de Galicia vive una sola persona). Es decir, vamos hacia un vacío existencial, y este no se puede remediar ni llenar solo con cosas.

Lo crucial o fundamental es saber, comprender, asimilar y no olvidar que nuestra vida, existencia y también salud, tanto la personal como la social, están intrínsecamente ligadas a la del planeta. Que la biodiversidad no es solo un concepto técnico, sino la base de la vida tal como la conocemos. Especies clave _como el lobo o mismo la nuestra_ cumplen funciones fundamentales en los ecosistemas. Su desaparición no solo rompe cadenas tróficas, también pone en peligro nuestra propia existencia. Agricultura, pesca, medicina, seguridad alimentaria… Todo depende de un equilibrio que estamos poniendo en peligro.

Dañar el planeta no es algo abstracto. Nos daña a nosotros también. La contaminación del aire provoca enfermedades respiratorias. La falta de agua limpia genera epidemias. Los plásticos ya están en nuestro organismo (hasta en el semen y los ovarios). La deforestación y la destrucción de hábitats naturales alteran ciclos vitales que han tardado miles de años en estabilizarse.

Es hora de detenernos y preguntarnos: ¿Qué tipo de sociedad queremos: sana o enferma? ¿Qué huella queremos dejar en el planeta? ¿Qué futuro para las siguientes generaciones? ¿Cómo explicarle a un niño que el mundo que hereda está peor que antes?

Frente a esta realidad, no podemos quedarnos impasibles. Y no se trata de aplicar parches temporales, ni de resolver problemas aislados. Solo seremos realmente capaces de remediarlo si, a este respecto o enfoque global, somos conscientes, colaborativos y comprometidos. Porque cuidar de la sociedad es cuidar de nuestro hogar, ya que la salud del ser humano y la del planeta es la misma. Lo repito y remarco: cuidar del planeta es cuidarnos a nosotros mismos, y viceversa.

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