Sin comerlo ni beberlo

La producción de alimentos actual daría para sustentar suficientemente a más de 10.000 millones de seres humanos; según los datos de organismos como la FAO, estamos cerca de alcanzar los 200 millones de personas que mueren por inanición al año

Según los datos de organismos como la FAO, estamos cerca de alcanzar los 200 millones de personas que mueren por inanición al año

Según los datos de organismos como la FAO, estamos cerca de alcanzar los 200 millones de personas que mueren por inanición al año

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El otro día escuché por la tele que las muertes por hambre, entre ellas las de muchos niños, habiendo recursos y medios para que no se produzcan, más que óbitos eran asesinatos. La cuestión es que, según la Organización para la Alimentación y la Agricultura (FAO) y múltiples estudios a este respecto, entre ellos los de varios economistas premiados con el Nobel, coinciden en que hay recursos suficientes para alimentar no a la población actual sino, incluso, a casi el doble. Es decir que, hoy en día, la producción de alimentos daría para sustentar suficientemente a más de 10.000 millones de seres humanos; pero la triste realidad es que, según los datos de estos mismos organismos y estudios, estamos cerca de alcanzar los 200 millones de personas que mueren por inanición al año.

Mientras tanto y como reza el dicho, «cada mochuelo a su olivo». Quiero decir que básicamente nos preocupamos por nuestros problemas, por la carestía de las compras, de las energías, por la defensa de nuestras fronteras y territorios, por el miedo a todo tipo de cuestiones, desde ideológicas, culturales o a violencias de todo tipo. Pero que millones de seres humanos fallezcan por cómo están articulados el mercado, los poderes, las políticas o los valores sociales imperantes lo damos por inevitable, cuando no es así ya que se puede evitar, tal y como muestran los datos e informes al respecto.

No voy a repetir lo que todo el mundo sabe -y que seguimos consintiendo y participando en mayor o menor medida- en relación a los valores materialistas, el consumo, el capitalismo salvaje y demás estilos de vida que, en definitiva y en el fondo, son los causantes de esta situación. Estamos acostumbrados a ello, no nos sorprende; unido a que estos hechos seguimos considerándolos ajenos o, al menos, lejanos, distantes, ya que no ocurren cerca ni a nadie de los «nuestros». Y con esa mentalidad común o general no se va a conseguir nada para remediar esta tremenda situación relativa a nuestra especie; mientras no sintamos como nuestras esas muertes, las de cualquier ser humano, entonces seguiremos con aquello de «ojos que no ven, corazón que no siente».

A los asaltantes desesperados como para jugarse la vida en las vallas de Melilla u otras fronteras los sentimos lejanos

Es decir, toda esa amalgama de circunstancias y hechos pueden que nos apenen, pero también seguimos «encogiéndonos de hombros». En cambio, nos rasgamos las vestiduras y nos soliviantamos cuando alguien de nuestra comunidad es víctima de algo, como en los casos de Asunta Basterra, Diana Quer o Samuel Luiz; pero a los asaltantes desesperados como para jugarse la vida en las vallas de Melilla u otras fronteras los sentimos lejanos y no en sus circunstancias reales, incluso viéndolos más como una amenaza que como gente totalmente desesperada, que están entre la vida y la muerte.

Si ejercitásemos aunque fuese mínimamente la reflexión, la responsabilidad y también la conciencia, deberíamos sentirnos comprometidos y hasta cierto punto implicados, ya que ha sido el llamado mundo desarrollado, como nos gusta considerarnos, el que -por ejemplo- ha impuesto en esas tierras cultivos como el cacao o el cacahuete (en otras la palma o la soja), para así abastecer superlativamente nuestro ansioso consumo; a costa de privar de sus cultivos tradicionales y con los que subsistían a los nativos, ya desde la época colonial (otra forma de depredación). Lo mismo que ocurre en las costas africanas (y de otras latitudes), repletas de buques factoría del «primer mundo» que esquilman esos caladeros (otra víctima de todo esto, la biodiversidad); mientras que a los pescadores del lugar y que hasta ahora habían vivido de eso no les queda otro uso de los cayucos que emplearlos en la «ruleta rusa» de las travesías al continente europeo.

¿Tanto cuesta o es tan difícil distribuir los recursos y en concreto los alimentos, de forma que todos podamos subsistir; o es más importante acumular cuanto más bienes y recursos mejor?

Al escuchar a este famoso reportero decir que no eran muertos por el hambre sino que se trataban de asesinatos me pareció un tanto fuerte, pero el panorama y análisis de la realidad, así como una reflexión que no tiene que ser demasiado profunda, me llevan a no rechazar y asumir esa consideración, porque están muriendo por el comportamiento y avaricia tan característicos de nuestras correspondientes culturas. De hecho, Vicente Romero también señaló como exponente de esto a la Bolsa de Chicago, donde se especula con los precios y cotizaciones de, entre otros productos, los principales granos del sustento humano, como son el trigo, el maíz y la soja. ¿Es moral y ético, incluso humano, especular con ello cuando hay personas que se mueren de hambre? El negocio puede y traga con todo.

Incluso quizás esto no sea lo peor, pues lo que ahora se barrunta es con la especulación de otro bien indispensable para la vida como es el agua, sobre la que, como siempre o suele ocurrir, ya han puesto sus mentes depredadoras aquellos cuyo principal motivo vital es el dinero; utilizando para ello razonamientos tan manipuladores como que los diamantes también son naturales pero no se regalan o salen gratis, sin decir ni querer tener en cuenta que mientras el agua es algo vital, en cambio los diamantes son artículos para la ostentación social.

A todas luces, parece inhumano, irresponsable e ilógico que sigamos dándole más importancia al dinero

En esta misma sección también escribí el artículo «A o B», para describir y llamar la atención (de nuevo u otra vez) sobre nuestro comportamiento destructivo del medio natural (representado por la opción «A» de Amazonas), frente al todopoderoso dinero (la «B» de Bolsa mercantil). Pero en relación a esta otra parte del panorama humano, presidido como casi todo por la especulación, estamos hablando de anteponer los bienes materiales o de consumo frente a vidas humanas, sobre todo de niños. Esto es, y por desgracia nunca mejor (o peor) dicho, estamos asistiendo al planteamiento a nivel mundial de la famosa frase de «la bolsa o la vida», es decir, al mayor (auto)atraco a la humanidad jamás visto (ni tampoco imaginado en películas o series tan famosas como La casa de papel).

A todas luces, parece inhumano, irresponsable e ilógico que sigamos dándole más importancia al dinero, sobre todo si se trata de la vida de personas ajenas o lejanas de nuestro entorno más inmediato, aunque afectadas por nuestros negocios y/o consumos. Como también suele ocurrir en estos casos, nos escudamos en echarle la culpa a los gobernantes, poderosos y demás élites sociales que «mueven los hilos»; pero también debemos ser conscientes de que todos, sin excepción, estamos implicados, no solo por formar parte de este mundo sino porque -más o menos implícitamente- somos piezas de este sistema especulador y depredador, aunque solo sea como consumidores finales de pescados, frutos, camisetas y demás artículos que se producen o fabrican en esos países, en unas condiciones infrahumanas y destruyendo sus propios medios de subsistencia. Algo que, lejos de suponer un desarrollo, es la forma en que las sociedades más avanzadas siguen explotando y aprovechándose de las más débiles, para así mantener nuestros estatus y formas de vida lo más ampulosamente posible; aunque sea a costa de otros seres humanos a los que -directa o indirectamente- condenamos a morir por nuestros acaparamientos y excesos.

Vicente Romero insistía en que, por muchas dificultades y problemas que haya, en nuestro país nadie va a morirse de hambre, que es lo básico o primordial. Algo que, en cambio, no tienen ni van a disponer nada más ni nada menos que casi 200 millones de personas, las cuales no pasarán de este año; esto es, como si 4 Españas, o 74 Galicias o más de 800 Coruñas (municipio) no lograsen sobrevivir cada año por falta de, mejor dicho, por la inhumana distribución de alimentos. Y esto además, aunque sea un juego de palabras (in)apropiado, «sin comerlo ni beberlo».

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