Izarra, asador vasconavarro

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Dentro de la cocina española, la vasca es la que ha gozado de más prestigio y durante más tiempo. En estos momentos, se puede decir que ese lugar lo ha ocupado la catalana, aunque calificar de cocina catalana lo que se elabora en los fogones del Celler de Can Roca, incluso del Racó de Can Fabes o del Miramar de Paco Pérez no es muy exacto, dada la fusión de productos, condimentos y tecnología que integran. Lo mismo se podría decir de la vasca si por tal entendemos la de Arzak, Berasategui o Subijana.

Pero no me refiero a eso. Estoy pensando en los platos donde la pocha es perfectamente identificable, como el tronco de merluza o el chuletón de ternera. Hablo de la cocina vasca más popular y conocida, la que desde las tres provincias, y también desde Navarra, se extendió por toda España desde siempre.

Es la que integra –sin mezclar– de la forma más natural los productos del mar con los de tierra adentro, tanto en lo que hace a las verduras y hortalizas como a las carnes.

En Barcelona, esta cocina apareció en la zona del Eixample derecho, en los alrededores de donde estuvieron las empresas de transporte de mercancías entre la ciudad y el País Vasco. Hubo una primera oleada en los años cincuenta, entre los que sobrevive El Chato, y una segunda, en los setenta, a la que pertenecen el Gorría y el asador Izarra. Más recientemente han aterrizado en la ciudad establecimientos pret a porter de cadenas especializadas en pinchos de cartón piedra, y algunos locales familiares más decentes, como Taktika Berri y Ondarreta.

Hoy quería hablarles del Izarra, un local de apenas 40 plazas que en estos momentos, 37 años después de su creación, llevan los hijos del fundador, ella entre la cocina y la sala, y él en las mesas. Ventanas con visillos, madera en los elementos de la entrada y la barra, paredes de ladrillo blanco a la vista ilustradas con escenas vascas. Un ambiente muy de comedor norteño de nivel.

En sus mesas he visto a muchos empresarios, como Jesús Acebillo, presidente de Novartis en España, y a políticos, como el en otros tiempos poderoso David Madí, hoy dedicado al mundo de los negocios. Izarra es un restaurante más de empresas que de particulares, aunque de menos varoneo que Gorría, por ejemplo.

Las huellas de la crisis son claramente perceptibles, no sólo en la afluencia de público. La carta de la casa sigue siendo de calidad, de producto siempre de primera, pero ya no cantan aquellas excelentes gambas de Palamós que ofrecían como plato del día. El puesto del viejo camarero, que se jubiló, ha sido amortizado. Las empresas han cerrado el grifo de las comidas de trabajo, y eso se nota en este tipo de locales.

Los entrantes de la carta del Izarra incluyen alubias con almejas, callos “a la antigua”, yemas de espárragos y ensaladilla con langostinos. Muy del norte, siempre atentos a la cuchara y la contundencia. Tronco de merluza, que también la sirven rebozada y a la vasca, y solomillo de atún. Rabo de toro, costillitas de cordero, solomillo de ternera y costilla de vaca madura. Para terminar, canutillos de crema, leche frita, tocinillo del cielo y un par de tartas.

Cuando lo visité para hacer esta reseña, pusieron un aperitivo de tortilla de morcilla y chistorra. Fuera de la carta ofrecían alubias frescas –siempre están atentos a los productos de temporada de la ribera navarra- y sardinillas rebozadas; opté por estas últimas, deliciosas y de un tamaño minúsculo, casi ilegales, para comer enteras. De segundo, pedí minichipirones en su tinta. Bien cocinados, se deshacían. Y de postre, para acabar mi media botella de Muga –al doble de precio que en bodega–, un queso Roncal, bien cortado y acompañado de unos higos confitados. 60 euros. Es bueno, aunque caro.

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