Todo honor y toda gloria para Pablo Iglesias

Podemos se somete a la voluntad de su secretario general, que tendrá que dejar las fricciones internas de lado para recuperar el millón de votos perdidos en las últimas elecciones

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Gritos de «¡unidad, unidad!» llenaron Vistalegre al inicio de la segunda Asamblea Ciudadana Estatal de Podemos. La consigna actuaba de conjuro después de meses de durísimos enfrentamientos. Al aceptar todo el poder y toda la gloria de su triunfo, Pablo Iglesias hizo suyo también ese deseo. Pero los propósitos tienden a durar poco en Podemos: a veces, el breve lapso que media entre lo que manifiesta una de sus personalidades y lo que hace cualquiera de las restantes.

La reelección de Iglesias no ha sido una sorpresa. Estaba asegurada sin necesidad de que el secretario general librara una campaña –explícita y encubierta— tan violenta contra quien ha sido la mitad templada del binomio político esencial del partido. Lo que sí lo ha sido es la contundencia con que ha sido derrotado el reto de Iñigo Errejón. A la hora de la verdad, la militancia demostró un conservadurismo ignaciano –»en tiempos de tribulación, no hacer mudanza»—y votó masivamente (89%) por la continuidad del líder histórico.

Los resultados de las diferentes votaciones no laminan a Errejón, pero comprometen seriamente su papel futuro. Como aspiraba, el secretario general controlará el Consejo Ciudadano Estatal (CCE) por mayoría absoluta de 37 de los 62 puestos. La lista de Errejón tendrá 23 plazas en la ejecutiva, con los que será tenido en cuenta. Pero carece de opción alguna de ganar cualquier pugna, aunque le apoye algún potencial tránsfuga interno o los ‘consejeros’ de la corriente anticapitalista de Miguel Urbán y Teresa Rodríguez.

Vistalegre II resuelve con creces el órdago lanzado por Pablo Iglesias: obtener el control del aparato del partido, hasta ahora manejado por Errejón, y hacerlo, además, mediante un mandato claro. La asamblea debía ser un foro de revisión programática pero se planteó como un plebiscito en cuyas vísperas Iglesias amenazó con salir de la ejecutiva, del parlamento y quién sabe si de la política.

Un partido con tendencia a la división

La dolencia clásica de la izquierda es una tendencia crónica a la división. Podemos es innovador hasta en su patología. Padece una suerte de trastorno de identidad disociativa; un TID o trastorno de personalidad múltiple que afecta por igual a su praxis política y a las personas que la ejecutan. Tan pronto es una ‘máquina de guerra electoral’ como un agente de cambio institucional; un exponente del nuevo concepto de socialdemocracia como la vanguardia de la izquierda del siglo XXI; parlamentario y asambleario, tiene paladines recios y agrícolas como Diego Cañamero y urbanitas niña-bien como Rita Maestre.

A Iñigo Errejón, ni sus enemigos internos –que es lo que son; no adversarios—le disputan el calibre de su inteligencia. Tiene razón cuando dice que todo iba bien mientras Podemos corría con la lengua fuera, sumando votos de elección en elección hasta lograr su techo de 5,2 millones en las generales de diciembre de 2015. Ostensiblemente, la diferencia principal entre ‘errejonistas’ y ‘pablistas’ no es ideológica sino estratégica: los primeros creen que Iglesias erró al no pactar un gobierno ‘de progreso’ con el PSOE de Pedro Sánchez.

A partir de ahora, la palabra del secretario general será la única que se ejecute para asaltar los cielos, metáfora que el líder ha desterrado de su discurso formal, pero no de su ambición. En línea con los cánticos iniciales, Iglesias cerró la asamblea con una arenga en torno a «unidad y humildad», palabras textuales del discurso, el día anterior, de Teresa Rodríguez, la líder anticapitalista que pone el contrapunto de pasión meridional al más reflexivo Miguel Urbán.

Los pretorianos de Iglesias –Echenique, Montero, Monedero, Mayoral— no tuvieron reparos en comprometer la unidad para atacar con celo estalinista a Errejón y los suyos. El hashtag #InigoAsiNo, creado a finales de año pasado para desacreditarle en Twitter –campo de batalla predilecto de Podemos— revivió durante la asamblea con tuits que acreditan lo vivas que permanecen las pasiones enfrentadas y no resueltas. «Debe ser desolador para @ierrejon que las bases de @ahorapodemos premien a @pnique que azuzó la terrible campaña de #IñigoAsíNo» decía uno de ellos, resaltando la humillación del dirigente.

El inicierto futuro de Errejón

Es previsible que el sometimiento de Errejón se materialice en los próximos días. Es seguro que pierda su puesto como ‘número dos’ del partido, y por tanto patrón del aparato interno, a favor de Echenique. Será una decisión coherente con el deseo de Iglesias de contar con un equipo afín y justificada por el hecho de que el zaragozano obtuvo más votos que el propio Errejón.

De más consecuencia será saber si la cara moderada y dialogante de Podemos seguirá al frente del grupo parlamentario. Si fuera así, Iglesias mostraría respeto por la talla política de Errejón y por su valor cara al electorado menos radical de la formación. Pero la magnanimidad no es la virtud más destacada del secretario general; ni tampoco la infalibilidad de sus decisiones. La alternativa más plausible es que el papel lo asuma Irene Montero, posiblemente la vestal más ferviente de Iglesias.

Próxima tarea: recuperar el millón de votos perdidos

La victoria de Pablo Iglesias y su equipo no podrá valorarse en toda su dimensión hasta que se celebren nuevas elecciones generales. Humildad aparte, la vocación de Podemos es gobernar. Para ello, tendrá que recuperar el millón de sufragios perdidos en el 26-J, ganar nuevos votantes, crecer en las autonomías donde está lejos de ser decisivo y recomponer sus alianzas en Cataluña, Galicia y País Valenciano, que actúan con notable independencia.

Hasta ahora, el trastorno de personalidad múltiple de Podemos le ha servido para ser una cosa y, si no la contraria, una diferente en función del tiempo y del lugar. Ese recurso, igual que el de la novedad, se ha ido diluyendo. Iglesias ya no es un desconocido al que se le suponen unas virtudes y del que se espera un comportamiento: la ‘gente’, por usar su lenguaje, ya tiene una opinión formada. De igual manera, al partido le resultará cada vez más difícil ser institucional y reivindicativo, asistiendo al Congreso por la mañana y a la manifestación de turno por la tarde.

¿Y qué hará con Cataluña?

Y no podrá eludir durante más los costes de su posicionamiento sobre Cataluña. Iglesias reiteró el domingo nuevamente su apoyo al derecho a decir. Las bases de Podemos, por el contrario, parecen pensar otra cosa: según el último barómetro del CIS, sólo un 19% lo apoyan y más de un 50% son partidarios de mantener un estado autonómico. Podemos legitimó a la izquierda española más radical para que dijera sin rubor «España» en lugar de «Estado español». Eventualmente, ese hecho se convertirá en un lastre que –en un sitio u otro—costará votos.

Iglesias cerró Vistalegre atizando al PP, prometiendo acabar con la hegemonía de los partidos de «la Restauración» (un grado menos en la escala de menosprecio que ‘Régimen del 78’) y aludiendo, sin nombrarlo, al PSOE: «nosotros nunca nos cambiaremos de bando».

Ese es el reto de Podemos: vaciar de los votos que le quedan al tambaleante partido socialista. Si Pablo Iglesias no lo consigue antes de 2020 –o de que Mariano Rajoy convoque un adelanto táctico de las próximas elecciones— su momento de poder y de gloria pude acabar en un montón de cenizas. Y con su rival, como el ave fénix, regresando al centro del círculo morado diciendo «os lo dije».

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