El guardián de los secretos: lo que Rubalcaba se lleva a la tumba

Rubalcaba se lleva a la tumba muchos secretos de la reciente historia de España. Lo que ahora se insinúa comenzará a aflorar con el tiempo

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La muerte de Alfredo Pérez Rubalcaba nos recuerda, precipitadamente, que el inexorable paso del tiempo ha comenzado a llevarse a los grandes protagonistas de la historia política reciente.

El dirigente socialista pertenece a la primera generación ejecutiva de la España moderna; la que vino inmediatamente detrás de los padres fundadores del Estado que nos dimos tras la muerte de Franco: Adolfo Suárez, Carrillo González, Arzallus y, sí, Jordi Pujol, por citar sólo a unos pocos.

Rubalcaba ha sido un protagonista central de los últimos 35 años. Desde el anunció de su muerte el viernes, presentida al conocerse la severidad del ictus que había sufrido dos días antes, todas las familias políticas han evocado (como mínimo con respeto pero, mayoritariamente, con admiración) su talla y sus logros.

¿Príncipe de las tinieblas?

En el pasado, no todos dedicaron tantas alabanzas y tanto reconocimiento al que ahora llaman familiarmente “Alfredo”.

Para la derecha, y para muchos nacionalistas vascos y catalanes, el varias veces ministro, vicepresidente y secretario general del Partido Socialista era un personaje perverso; un inveterado jacobino; un príncipe de las tinieblas que controlaba a su antojo las cloacas del Estado. Rubalcaba, simplemente.

Hace apenas un mes, el digital del deplorable Eduardo Inda le asociaba con su sucesor popular, Jorge Fernández Díaz, en una espuria maniobra destinada a impedir que el ex comisario Villarejo declarara ante el Congreso.

Pero con la muerte, todo son encomios. Hasta en eso acertó. Una de sus observaciones más conocidas se cumplió con su fallecimiento: “En España enterramos muy bien”, dijo cuando se retiró de la política en 2014.

Duro, pero dialogante

En los próximos días –solo unos cuantos– se seguirán glosando sus contribuciones en los diferentes cargos que ocupó desde 1982.

Todos ellos serán merecidos, así como los elogios que resaltan su perspicacia y su enorme capacidad de diálogo y negociación. Nadie diría que unos cuantos (entre ellos varios miembros de su propio partido) consideraban al sujeto de tanto ensalzamiento un odioso adversario y un consumado manipulador.

En el Partido Popular, que ahora se une a las loas, nunca le perdonaron la devastadora frase que acabó de condenar a José María Aznar a su derrota más amarga tras los atentados del 11-M: “Este país no se merece un gobierno que le mienta”.

La biografía de este químico cántabro trasplantado desde joven a Madrid es el equivalente político de un iceberg. La parte visible, su trayectoria conocida, es siete veces más pequeña que lo que se esconde bajo la superficie.

Quienes le trataron en su faceta de muñidor destacan su perseverancia, su aguda inteligencia y su capacidad de virar desde la firmeza hacia el compromiso. Y un fino sentido del humor. Esa personalidad no sólo facilitó que sirviera fielmente a sus jefes políticos –González, Zapatero– sino, sin ningún género de dudas, al conjunto de la ciudadanía.

Lo que se lleva a la tumba

Diferentes gobiernos intentaron, con suerte irregular, poner fin a ETA. Rubalcaba consiguió que todas las piezas encajaran: potenció la eficacia policial (el Mando Unificado de Policía y Guardia Civil es obra suya), impulsó un frente político común entre socialistas y populares (el Pacto por la Libertades y contra el Terrorismo) y, entre bambalinas y en calles oscuras de Suiza, ordenó los contactos con ETA que llevarían al cese definitivo de la violencia.

Rubalcaba se lleva a la tumba muchos secretos de la reciente historia de España. Con el tiempo, lo que ahora se insinúa comenzará a aflorar. Eso es lo que intiman los iniciados cuando convienen que ha desaparecido un auténtico “hombre de Estado” que prestó servicios impagables que solo unos pocos conocen en toda su dimensión.

Melancolía de otro tiempo

Es posible que el último servicio lo preste con motivo de su muerte.

En el generalizado reconocimiento del espectro político subyace una cierta melancolía; el recuerdo de unos tiempos en los que la política tenía, en sus mejores momentos, una finalidad más trascendente que la paupérrima práctica actual: la consolidación de la universidad pública; la derrota del terrorismo doméstico; la negociación del nuevo Estatuto catalán; la reconversión de las fuerzas de seguridad para afrontar la amenaza del Islam radical.

Aunque fuera un celoso defensor de los intereses de su partido, Alfredo Pérez Rubalcaba nunca perdió la perspectiva del bien general. En su día, toda la clase política estuvo dispuesta a aceptar los equilibrios que desembocaron en el final de ETA, aunque dijeran lo contrario.

Si entonces fue posible derrotar el ataque más feroz y prolongado a la seguridad del Estado (más de 800 muertos), ¿no es posible explorar hoy una vía que conjure la crisis más aguda que amenaza su integridad?

La descripción más aguda del desaparecido líder socialista la hizo el viernes el presidente del PNV, Andoni Ortúzar. No fue sólo un hombre pragmático; fue una personalidad renacentista”. Un hombre formado en la racionalidad capaz de entender las más profundas motivaciones de sus adversarios y encontrar una vía para satisfacerlas.

En su muerte, cinco años después de volver a las aulas para enseñar a sus alumnos a amar la química, el mayor homenaje que se le puede hacer es adoptar el método con que abordó los grandes retos de su día: discutir, entender, convencer y llegar a una resolución en la que el oponente no se sienta derrotado.

En el ambiente de hoy, desgraciadamente, ese experimento es difícilmente realizable. Faltan catalizadores como Alfredo Pérez Rubalcaba.

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