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Las manos que dan sabor al mar: la labor silenciosa de las sobadoras de anchoas de Grupo Consorcio en Santoña
En el corazón de Santoña, el trabajo de las sobadoras de anchoas de Grupo Consorcio representa una mezcla de tradición, precisión y orgullo

Las sobadoras del Consorcio en Santoña. Foto: Alba Carbajal
Al entrar en la nave de Grupo Consorcio en Santoña, el aire se impregna de sal, aceite y paciencia. El zumbido de la maquinaria apenas interrumpe el silencio concentrado de dos mujeres inclinadas sobre las mesas de trabajo. Sus manos se mueven con una cadencia casi hipnótica: tijeras que cortan, dedos que palpan, pieles que se desprenden. Son las sobadoras, guardianas de un oficio tan duro como delicado, que convierte un pescado menudo en uno de los bocados más preciados de la gastronomía.
Del mar a la lonja
Todo empieza en alta mar, cuando los barcos de cerco regresan con hasta 10.000 kilos de bocarte. La sirena de la lonja marca el ritmo: una vez suena cuando el barco entra en puerto; dos, cuando descarga la muestra; tres, cuando empieza la subasta. En apenas minutos, el destino del pescado se decide a golpe de puja.
“La clave es la frescura”, explica Aldo Brambilla, con 25 años de experiencia en Grupo Consorcio. “Cuantas menos horas pasen desde la captura hasta la lonja, mejor será el color y la textura de la anchoa”. El característico tono marrón brillante de los filetes no es un accidente: es el resultado de una pesca cuidada y de un proceso de maduración meticuloso.
Para asegurarse de que solo llegue pescado de calidad óptima, Aldo no se limita a la subasta ni a la experiencia en la lonja. Mantiene contactos directos con los pescadores e incluso participa en grupos de WhatsApp y aplicaciones móviles donde se comparte información en tiempo real sobre las capturas y las condiciones del mar, así como del momento en el que los barcos vuelven a puerto o su ubicación.
Gracias a estas herramientas, puede anticiparse a la llegada de buen género y organizar la compra y la logística de manera más eficiente, garantizando que las anchoas lleguen frescas y listas para la fase de marinación. “No es solo suerte, es comunicación y previsión”, explica.
Cada año, la empresa compra en torno a 800 toneladas de pescado, que se van almacenando para garantizar el suministro constante. No todos los días hay pesca; no todos los lotes sirven. La selección es un arte tanto como una ciencia.
La marinación: la primera transformación
Cuando el pescado llega a la nave, comienza la fase de marinación, que no se realiza de manera continua durante todo el año, sino solo en temporada de pesca. Durante estos meses, Grupo Consorcio contrata personal temporal para preparar las anchoas: lavar, escaldar, colocar en latas y barricas, añadir los pesos y controlar la salmuera. Una vez que termina la temporada y se ha procesado todo el pescado, este equipo deja de trabajar hasta la siguiente captura.
Allí, el pescado entra en frío para evitar su degradación y se sumerge en salmuera para eliminar parásitos y reducir la carga microbiana. “La sal es el conservante más antiguo que existe, y sigue siendo el más eficaz”, señala Fernando, encargado de esta zona.
Después, las anchoas se colocan cuidadosamente en capas dentro de latas cilíndricas, intercaladas con abundante sal gruesa. Esas latas se apilan en grandes barricas de maduración, donde permanecen durante meses bajo presión. Encima se coloca un peso que ayuda a compactar el pescado y a que la sal penetre de manera uniforme.
Durante este tiempo, que puede alargarse hasta un año según el lote, el bocarte crudo se transforma en anchoa: cambia de textura, adquiere firmeza y desarrolla ese sabor intenso y ligeramente amarronado que la caracteriza. La temperatura, la humedad y el control del tiempo son decisivos; un exceso o defecto arruinaría la pieza. Es un proceso lento, paciente y silencioso, que conecta con la tradición conservera más antigua de Santoña.
Solo cuando han alcanzado el punto justo de maduración, las anchoas vuelven a manos expertas para la siguiente fase.
El arte de sobar
Es en la sala de sobado donde la anchoa adquiere su identidad definitiva. Mujeres como Mar y Ana, con más de 35 años de experiencia, comienzan la jornada a las seis de la mañana, tras un viaje en autobús de empresa desde Colindres. Hasta las dos de la tarde, sus manos no descansan.
El proceso es minucioso y encadena gesto tras gesto con la precisión de un ritual. Tras pasar por el escaldado y los lavados iniciales, las anchoas llegan a las mesas de acero donde comienza la verdadera artesanía. Primero, las sobadoras las frotan con redes finas para eliminar restos de piel y escamas, un movimiento que parece simple, pero que requiere fuerza y cuidado para no dañar la carne. Luego, con tijeras, cortan la cola y las vísceras, dejando solo los lomos limpios.
A partir de ahí entra en juego la parte más delicada: la separación de los filetes. Con el pulgar y el índice, cada sobadora abre el pez en dos, retirando con la yema de los dedos las espinas invisibles al ojo, pero que se detectan al tacto. “Se nota enseguida cuando queda alguna, es cuestión de sensibilidad en las manos”, explican. Esa destreza no se aprende en días ni en meses: requiere años de práctica.
Una vez limpios, los filetes se lavan de nuevo para ajustar el nivel de sal y se dejan reposar apenas un minuto en agua natural, lo justo para equilibrar humedad y sabor. Después se secan manualmente con paños absorbentes y se colocan en bandejas listas para el montaje final. En la última fase, las sobadoras ensamblan las latas con una técnica que también tiene su truco: cada lomo se coloca de manera que uno cubra las imperfecciones del otro, logrando una presentación impecable que brilla bajo el aceite de oliva.
Todo este proceso puede parecer mecánico, pero en realidad exige concentración constante. Una espina olvidada, un filete roto o un exceso de sal pueden arruinar un lote. Por eso cada gesto cuenta, cada mano deja su huella, y cada lata que sale al mercado lleva implícito un sello invisible: el de las sobadoras que, día tras día, mantienen vivo un oficio tan invisible como imprescindible.
Dureza, invisibilidad y orgullo
El oficio de las sobadoras exige precisión pero también resistencia física. Tras años de movimientos repetitivos, muchas sobadoras padecen túnel carpiano, hombros doloridos, manos dormidas. Nunca han tenido compañeros hombres en este puesto, y la sobadora más joven ronda ya los 40 años. El relevo generacional es incierto.
“Antes había listas de espera para entrar aquí; ahora cuesta encontrar gente que quiera aprender”, confiesan. A pesar de ello, ninguna máquina ha conseguido sustituir lo que hacen: la limpieza impecable, el brillo del lomo, la textura perfecta.
Durante décadas su trabajo fue invisible, reducido a una rutina silenciosa. Solo en los últimos años se han impulsado iniciativas para reconocer su papel esencial. Aun así, para ellas lo importante sigue siendo el día a día: cumplir con la tarea, mantener la calidad y sostener con sus manos el prestigio de la anchoa de Santoña.
La huella de sus manos
Detrás de cada lata que viaja de Santoña a Madrid, Australia o Tokio, hay mucho más que pescado en aceite. Hay madrugones, conversaciones compartidas en el autobús, dedos entumecidos tras horas de precisión, orgullo y cansancio mezclados.
Las sobadoras son, a la vez, artesanas y trabajadoras invisibles. Artesanas porque convierten un pez humilde en un manjar; invisibles porque su nombre rara vez trasciende la tapa metálica de la lata. Cada filete perfectamente sobado lleva, sin embargo, su firma silenciosa. Y aunque el mar, la lonja y la fábrica sean imprescindibles, son sus manos las que dan a la anchoa su verdadera alma: la de un trabajo callado, perseverante y orgulloso.