De José Oreiro, el rey de los hoteles de Copacabana, a los Vázquez Raña: así buscó la fortuna la diáspora gallega
Como ocurrió con el fundador de Zara hasta su salida a bolsa, durante décadas tampoco hubo imágenes del gallego propietario del imperio hotelero Windsor, en Brasil. Lo cuenta Arturo Lezcano en su libro recientemente editado 'O país invisible'
Olegario Vázquez Raña, hijo de emigrantes de Avión que levantó un imperio en México, fallecido este año, y José Oreiro, empresario natural de Negreira y principal accionista de la cadena de hoteles Windsor, en Brasil. Fotos de archivo: durante la recepción de sendos premios por parte de la Deputación de Ourense y del Ayuntamiento de Río de Janeiro
Los cálculos dicen que entre 1850 y 1960 unos dos millones gallegos emigraron a América. De ellos, solo retornaron un tercio. La primera oleada migratoria arribó a Cuba, Argentina, Uruguay y Brasil. La segunda abrió el terreno de juego a Venezuela, México y Panamá. Cuentan también los estudios, el más citado el de Antonio Eiras Roel, que en tasas de emigración relativa, Galicia sólo está superada por Irlanda y se encuentra por delante de Italia. Con estos hilos, el periodista Arturo Lezcano (Ferrol, 1976) ensarilla la historia y la memoria de la particular epopeya de la diáspora gallega a través del Atlántico en O País Invisible, editado en Libros del KO tanto en versión gallega como en castellano. Sus páginas radiografían el particular ADN de los moradores de la Galicia exterior. También en el campo de los negocios. “Han sido siempre zahoríes a la hora de descubrir dónde están las buenas inversiones”, cuenta el autor, en una charla con Economía Digital Galicia. En las hojas de su libro, que parte de una investigación en terreno que ha durado más de media vida, emergen los otros Amancio Ortega que marcharon. Empresarios desconocidos, sin foto, pero que levantaron imperios. Como José Oreiro que, de Negreira a Copacabana, fue construyendo uno de los mayores imperios hoteleros de Brasil, el grupo Windsor.
“Este libro es una destilación de muchas historias, de muchos años de obsesiones y de trabajo de campo en América, donde me tocó trabajar casi 12 años como corresponsal freelance. Al hacerlo fundamentalmente para medios gallegos me fui encontrando con un montón de historias que me interesaron y que fui guardando en carpetas. Una vez que volví de todos aquellos años sentí la necesidad de intentar enhebrarlos”, explica, tras sacar a la luz un libro que tardó en escribir casi cuatro años.
La cultura del ahorro
Lezcano defiende con conocimiento empírico que existen unos patrones transversales en todas las diásporas, como la cultura del trabajo, que en cierta medida viene ya instalada en la mochila de cualquiera que tenga que abandonar su hogar para conseguir sustento. Pero, en la diáspora gallega existe una peculiaridad que, a la vez, fue el germen de muchas fortunas, algunas conocidas y la mayoría anónimas. “El trabajo se presupone, seguramente, en toda aquella persona que emigra y trata de salir adelante en tierras lejanas, pero lo distintivo en nuestro caso creo que es la cultura del ahorro, que es algo que hemos vivido todos también en Galicia”, reflexiona. “Es un eje vertebrador de nuestra sociedad”, añade.

“Da igual en Cuba, en Argentina o en Venezuela, es fundamental. Los emigrantes gallegos preponderaban el ahorro a lo que llamaríamos calidad de vida en estos momentos”. El ahorro, la reinversión y la diversificación… “Si ponemos en un pastel todo el dinero que van acumulando, la mitad no es ahorro directo, sino que es reinversión de sus propios negocios. Es otra de las características: llegaban sin nada y se ponían a trabajar en negocios de familiares ya asentados que los semiesclavizaban y cuando se emancipaban montaban sus propios negocios familiares. Apostaban por la táctica de la diversificación, de montar sociedades atomizadas entre varios gallegos y poner muchos huevos en diferentes canastas”, cuenta.
Los gallegos de las oleadas migratorias a América del siglo XX acumularon ese espectacular ahorro, parte del cual enviaban a la comunidad, con una fórmula inicial basada en una minimización de los gastos. “Llegaban a grandes ciudades que estaban en construcción o en expansión y necesitaban poco dinero. Me explico, si tenían almacenes, ultramarinos o bodegas, como le quieras llamar dependiendo del país, ya se garantizaban que tenían la comida y un lugar para dormir, ya que al principio lo hacían dentro de sus propios negocios”, dice Lezcano.
Vázquez Raña, la historia de éxito más conocida
Eso si eran propietarios, porque si eran asalariados, los gallegos del exterior solían recalar en las grandes viviendas colectivas de los países americanos. Los conventillos de Buenos Aires, las vecindades de México y los solares de Cuba. “Grandes manzanas con pequeños habitáculos que alquilan a familias y que, además, suelen ser de gallegos. Todo queda na casa”.
Y con este método, hubo quién acabó por levantar imperios. El caso más conocido el de los hermanos Vázquez Raña, Mario y Olegario, gallegos de segunda generación que levantaron sendos imperios a partir de las mueblerías en México de sus padres, oriundos del concello ourensano de Avión, ese que durante años acogió las partidas de dominó de las grandes fortunas patrias y de fuera, de Amancio a Carlos Slim, pero que según los recientes datos del Instituto Nacional de Estadística (INE) es el ayuntamiento con menor renta neta de Galicia, con 9.365 euros.
De los dos hermanos, Don Olegario fue el último en fallecer. Fue el pasado marzo, en México y a los 89 años. Abandonó este mundo con un legado millonario conformado por 27 hoteles, 32 hospitales, una entidad financiera, una farmacéutica, canales de televisión, prensa y radio, una constructora y, además, un sucesor muy bien relacionado con el poder: Olegario Vázquez Aldir.
Pero también gran fortuna fue la que amasó desde la absoluta discreción José Oreiro, que nació en 1940 en la aldea de Pesadoira, parroquia de Alvite, concello de Negreira, y que acabó con un imperio hotelero en Brasil.
Oreiro, el epítome de los gallegos de Río
“José Oreiro es el misterio porque hasta hace bien poco quizás solo había una foto de él, que además se veía mal, de una vez que fue a Negreira. No había imágenes, por eso me recordaba un poco a Amancio Ortega, en la etapa prebolsa de Inditex. Ahora ya no es tan desconocido, hay un vídeo en Youtube de un premio que le entregaron en el Ayuntamiento de Río pero, en cualquier caso, es un tipo absolutamente en la sombra. Es el epítome de los gallegos en Río de Janeiro y de cómo tomaron por asalto los negocios del neón”, relata el autor de O País Invisible.
“Oreiro comenzó fregando vasos, luego fue camarero, compró un bar, luego más bares, night clubs, discotecas… y fue uno de los primeros que dio el salto a los hoteles. Los gallegos no tenían muchos hoteles porque Copacabana, aunque se pueda pensar lo contrario, no era un sitio turístico hasta los años 70 prácticamente. Pero él decide apostar por los hoteles, que también tienen un problema de rentabilidad en Brasil, dependiendo de la moneda y de la época. Pero lo logró, abrió el primer Windsor y ahí empezó una cadena hasta tener miles de camas”, cuenta.
Pese a su bajísimo perfil, fue uno de los empresarios que viajó hasta Dinamarca con Lula da Silva para ser testigo de la proclamación de Río como sede olímpica en 2016. Ahí amplió aún más su desconocida fortuna. Sus buenas relaciones con el Comité Olímpico de Brasil y con la Confederación Brasileira de Fútbol le dieron prioridad a la hora de alojar a dirigentes y deportistas tanto del Mundial de fútbol como de los Juegos.
La cadena de hoteles Windsor cumplirá 40 años en 2026. En su web hay una discreta reseña de su historia. “Un grupo de emprendedores de otros sectores como la gastronomía se unió para comprar un hotel con gran potencial de crecimiento. Estaban liderados por José Oreiro, un español que llegó a Brasil a los 18 años para trabajar en restaurantes. Convenció a sus socios de que el antiguo edificio en el centro de Río de Janeiro, en la esquina de la Avenida Rio Branco y la Avenida Presidente Vargas, una de las zonas más concurridas de la ciudad, ofrecía las condiciones ideales para alojar a ejecutivos en viajes de negocios”, relata.
En diciembre de 1986 (casualidades, un año después del nacimiento de la primera tienda de Zara, a muchos miles de kilómetros, en la coruñesa calle Juan Flórez), se inauguró el Windsor Guanabara, el primer hotel del grupo, justo al lado de la iglesia de Nuestra Señora de la Candelaria.
En la actualidad, el grupo suma 16 hoteles, 14 de ellos en Río de Janeiro. El veterano empresario, que hoy en día ya ha delegado la gestión del imperio a su hija Mónica, tuvo compras y ventas de relumbrón, determinadas por la deuda del conglomerado. En 2009 ganó la puja por el antiguo Meridiam, un imponente rascacielos negro en la playa de Copacabana. Dicen las crónicas de la época que pagó 70 millones e invirtió otros 20 en reformarlo.
Con 545 habitaciones, Oreiro lo vendió en 2017. Y se lo compró el gigante Blackstone que, a su vez, le dio la explotación al imperio Hilton. El importe de la operación no trascendió.
El «sexto sentido inmobiliario»
Cuenta en su libro Lezcano que, de alguna forma desconocida, allí donde han ido, los gallegos siempre han sido los zahorís del ladrillo. “Tienen un sexto sentido inmobiliario que hace que en muchas ciudades americanas se hayan ubicado siempre en lugares centrales o se hayan adelantado, localizándose en sitios que no lo eran al principio y que luego han alquilado, lo que siempre les ha dado mucha rentabilidad”, dice. El caso más extremo que relata, el de la Casa Galicia en Nueva York, que suma cinco localizaciones distintas a lo largo de su historia hasta acabar en Astoria, en el cinematográfico barrio de Queens.
Por el camino, la entidad fue sumando activos inmobiliarios que disfrutó y, luego, alquiló tras mudarse a otra ubicación. En esa particular peregrinación apostaron, por el camino, por el edificio del Webster Hall, en Manhattan.
Casa Galicia abandonó esa privilegiada ubicación hace un tiempo, para pasar a Queens, pero en 2017, se indica en O País Invisible, “una gran promotora firmó una concesión del Webster Hall por cuarenta años, a razón de dos millones anuales para los emigrantes, dueños a su vez de la sede de Queens, alejada de la presión urbanística y los ruidos de Manhattan”.
Pese a las ocultas fortunas gallegas de la emigración, sin fotos y sin focos, sería falso creer que todos los migrados triunfaron a base de sudor y ahorro. “Ha habido éxito, pero también soledad y penuria. La mayoría de los emigrantes eran hombres, pero también mujeres que llegaban después para trabajar como costureras o empleadas domésticas. Muchas de las historias que cuento en el libro son de esas personas, que vivían prácticamente encerradas, sin ver la luz del sol”, dice el escritor. De esas personas, tampoco hay apenas imágenes.