Disturbios en Marruecos: una olla a presión demográfica que amenaza a España
Las protestas que se vienen registrando en distintas ciudades son la acumulación de tensiones internas que encuentran su expresión en una generación que ya no aguanta más y que reclama un futuro distinto

Vista de una bandera de Marruecos. Foto: Europa Press.
Marruecos atraviesa un momento social y político complejo. Siempre ha sido una olla a presión, pero el régimen ha conseguido controlarla abriendo y cerrando la válvula a su antojo para mantener la calma. Ahora, por distintas razones, parece que esa estrategia ya no funciona. Las protestas que se vienen registrando en distintas ciudades, y que de momento se han cobrado tres víctimas mortales, son la acumulación de tensiones internas que encuentran su expresión en una generación que ya no aguanta más y que reclama un futuro distinto. Una juventud que, en muchos casos, se siente traicionada por el propio país al que debería aportar energía, talento y estabilidad.
El trasfondo de este descontento parece tener distintas causas. Se combinan factores sociales, económicos y políticos que explican por qué Marruecos vive una situación de agitación creciente. Desde el peso demográfico de sus jóvenes hasta el descrédito de una monarquía que ha utilizado durante décadas la represión y la emigración como fórmula de escape, pasando por un gasto público visto como un auténtico despilfarro —especialmente el vinculado al Mundial de Fútbol de 2030— en un país con deficiencias estructurales básicas.
Y a todo ello hay que añadir la incertidumbre generada sobre la salud del rey Mohamed VI y lo que esto significa para el Makhzen, (nombre que se da al régimen de poder de quienes orbitan en torno a la corona: militares, empresarios políticos…), que se enfrenta a la paradoja de haber cultivado la estabilidad a base de coerción, pero que ahora observa cómo esa fórmula empieza a perder eficacia.
Una sociedad muy joven
La primera clave para entender lo que ocurre en Marruecos es la composición de su población. El país cuenta con un porcentaje de jóvenes extraordinariamente alto en comparación con la media europea. Mientras que en España, Francia o Alemania el envejecimiento demográfico es el gran desafío, Marruecos vive en la situación contraria: un país con algo más de 38 millones de habitantes, de los que más de la mitad tiene menos de 30 años. Jóvenes que en muchos casos viven en la marginalidad, cuando constituyen la base de una pirámide poblacional que, en teoría, debería ser el motor de transformación y crecimiento económico del país.
Sin embargo, esa juventud no ha sido incorporada de manera real a la construcción de un proyecto nacional. Más bien lo contrario. Desde hace décadas, el Makhzen ha alentado de forma implícita —cuando no explícita— la emigración de sus jóvenes, tanto legal como ilegalmente. Cada joven que se va es una boca menos que hay que dar de comer y, con suerte, si le va bien en Europa, mandará dinero a Marruecos.
Con esa base argumental ha funcionado la “fuga demográfica” que ha servido también como la válvula de escape de la que antes hablábamos frente a las tensiones sociales y como una fuente de ingresos esencial: De hecho las remesas de dinero que envían los emigrantes marroquíes desde el extranjero constituyen el 8 % del PIB nacional.
No son pocas las familias que viven en Marruecos gracias a lo que les mandan sus parientes emigrados. No es de extrañar, por lo tanto, que muchos hayan cruzado el Estrecho en patera, pagando a las mafias el dinero ahorrado por sus padres, conscientes de que toda su familia dependerá ahora de su suerte.
El resultado ha sido una especie de equilibrio precario: Marruecos “exportaba” parte de su potencial conflictividad y recibía a cambio divisas fundamentales para su economía. Pero ese modelo empieza a agotarse. Por un lado, porque la experiencia de la emigración ya no es tan atractiva como antes; por otro, porque los jóvenes perciben que se trata de una renuncia implícita del Estado a ofrecerles oportunidades en su propio país.
La frustración como motor
Recuerdo que, en mi época de corresponsal en Marruecos, muchos periodistas explicaban la inacción de la sociedad marroquí ante el abuso del régimen diciendo, en tono jocoso, que las autoridades echaban bromuro en el agua corriente. Pero la actual generación de jóvenes marroquíes parece muy distinta de las anteriores.
Cada vez más formados, con un número creciente de titulados universitarios, se encuentran atrapados en un mercado laboral que no les ofrece salidas reales. El paro juvenil es alto, y quienes logran empleo suelen encontrarse con condiciones precarias, mal pagados y sin perspectivas de ascenso social. El subempleo prolifera. Se calcula que entre los titulados universitarios el paro supera el 40%.
El paro juvenil es alto, y quienes logran empleo suelen encontrarse con condiciones precarias, mal pagados y sin perspectivas de ascenso social
La emigración, antaño percibida como única vía de prosperidad, se ha convertido también en un espejo incómodo. Muchos marroquíes en Europa viven en condiciones duras, con empleos de baja cualificación y una integración compleja. Los jóvenes de hoy lo saben y ya no sueñan, como lo hacían sus padres, con un futuro garantizado simplemente “cruzando el Estrecho”.
Quieren un Marruecos que sea capaz de dar respuesta a sus necesidades y no les obligue a huir de él. Esa aspiración es, en parte, lo que alimenta las protestas actuales: un deseo de dignidad, de oportunidades reales y de reconocimiento por parte de un Estado que hasta ahora se ha limitado a “gestionar” a su juventud como un problema, en lugar de verla como un recurso.
El coste del Mundial
En este contexto, la designación de Marruecos como sede del Mundial de Fútbol de 2030, junto con España y Portugal, se percibe por muchos como un dispendio injustificado. Aunque el evento será compartido, el desembolso para Marruecos es gigantesco, cerca de 6.000 millones de euros: Nuevas infraestructuras, estadios, redes de transporte y seguridad… El Gobierno lo presenta como una oportunidad de proyección internacional, pero para una buena parte de la población simboliza un gasto obsceno en un país con deficiencias básicas en sanidad, educación e infraestructuras rurales.
La sanidad pública marroquí es incapaz de responder adecuadamente a las necesidades de la población y presenta unas condiciones lamentables. La educación sigue marcada por una fuerte desigualdad: no todos acceden a ella en condiciones de calidad, y las diferencias entre entornos urbanos y rurales son abismales. Y en el mundo rural, donde vive una parte considerable de la población, las carencias afectan incluso a lo esencial: acceso al agua, carreteras, servicios mínimos de electricidad o transporte.
Frente a esas prioridades, el Mundial aparece como un insulto, como una herida abierta, un símbolo de desconexión entre la élite dirigente y la ciudadanía. Para los jóvenes, que son los principales protagonistas de las protestas, es la confirmación de que sus necesidades no forman parte de la agenda real del país.
La mala salud de Mohamed VI
Otro factor que alimenta la inestabilidad es la precaria imagen del rey Mohamed VI. Desde hace tiempo circulan informaciones sobre sus problemas de salud y su prolongada ausencia de la vida pública, lo que ha generado rumores de divisiones en el entorno palaciego. La figura del monarca ha sido hasta ahora un eje de estabilidad, pero su debilitamiento personal deja espacio a la incertidumbre.
El Makhzen se ha caracterizado por centralizar el poder en torno al rey y a un círculo reducido de familias y estructuras políticas y económicas. Mohamed VI es el propietario de un holding que engloba a una treintena de las empresas más importantes del país, que abarcan múltiples sectores (banca, minería, telecomunicaciones, turismo, etc). Si el liderazgo del monarca se resquebraja, ese equilibrio puede romperse, generando luchas internas por la sucesión y debilitando la capacidad del régimen para controlar las tensiones sociales.
La ausencia de una oposición estructurada y con capacidad real de movilización refuerza la idea de que el único contrapoder emergente es la calle. Y en un país donde la represión ha sido sistemática, el riesgo es que las protestas deriven en enfrentamientos más duros, con consecuencias imprevisibles.
Conviene recordar que Marruecos apenas participó en la Primavera Árabe de 2011. El régimen supo controlar aquel momento con reformas limitadas, represión y un discurso que prometía estabilidad frente al caos que se extendía en países vecinos como Libia, Egipto o Siria. Esa estrategia funcionó: Marruecos se mantuvo como un aliado fiable de Occidente, una pieza clave en la gestión migratoria hacia Europa y un socio estratégico en el Magreb.
Pero aquella receta —represión, control social y un barniz de modernización— parece hoy menos sostenible. Las protestas actuales no son una réplica de un movimiento regional, sino un fenómeno estrictamente marroquí, que se extiende por diversas regiones del país y que responde a problemas internos acumulados durante décadas.
Un polvorín al sur de España
La combinación de todos estos factores convierte a Marruecos en un país en tensión creciente. La corrupción, la percepción de despilfarro con el Mundial, el hartazgo de una masa juvenil sin horizontes y la fragilidad de la monarquía son ingredientes de un cóctel que puede explotar en cualquier momento.
Para Europa, y especialmente para España, no se trata de un asunto lejano. Marruecos es un vecino inmediato y estratégico: en lo migratorio, en lo económico y en lo geopolítico. Una crisis grave en el país tendría efectos directos al norte del Estrecho. Y la pregunta que flota en el aire es si el Makhzen será capaz de reconducir la situación sin recurrir únicamente a la represión, o si, por el contrario, asistiremos al inicio de una nueva etapa de convulsiones que pondrán a prueba la fortaleza del régimen y la paciencia de su ciudadanía.
Lo cierto es que Marruecos está ante un espejo incómodo: el de su juventud, más formada, más consciente y menos resignada que nunca a soportar la corrupción. Esa generación, a la que se etiqueta como “Generación Z” quizá de forma superficial, es en realidad la primera que no se conforma con emigrar o callar. Quiere un Marruecos distinto, y ese deseo, aunque por ahora solo se exprese en protestas dispersas, puede acabar marcando el futuro inmediato del país.